Dedico este post a mi buen amigo Carlos Macchi y a @libreriaverso
Una buena nariz humana es capaz de distinguir 10 mil olores diferentes. Para conservar su trabajo en una editorial grande, al editor con olfato le basta con distinguir una docena de éxitos al año y dos "best-seller internacionales". En las editoriales pequeñas, en cambio, el sentido que se impone es el del gusto: imponer tu gusto a un grupo de lectores. Para que una editorial pequeña subsista es importante que el gusto esté afinado con las modas del momento y, al mismo tiempo, conserve cierto halo de unicidad. Más o menos como les pasa a los restaurantes: ahora que se puede comer espuma en cualquier maldito cóctel de inauguración, el
Bulli cierra sus puertas
sine die.
El sentido del olfato, con todo y ser el mayor de los sentidos en el momento de nuestro nacimiento, se va amoldando al entorno que le impongamos. ¿Quién, entre los urbanitas, es capaz de distinguir el olor del brezo? Así y todo, hay olores más universales como, por ejemplo, el de la cebolla dorándose en aceite antes de echarse en la tortilla, capaz de poner a mil la mielina que recubre nuestro sistema nervioso, sin importar edad ni lugar de residencia. El olfato puede ser objeto de reeducación: basta ver el éxito de la aromaterapia. Los aromaterapeutas del mundo editorial son los agentes literarios, que pasan bajo nuestras narices distintas esencias a ver si despertamos de una vez y firmamos el contrato. Como buenos terapeutas, no muestran todo, sino aquello que piensan necesario para nuestro bien común. El del agente y su cliente el autor, y el del editor; a veces a partes iguales. No siempre.
En las editoriales grandes, el editor con olfato debe someterse a un complejo proceso que, en su símil biológico, va del hipotálamo (él) a la corteza cerebral (la organización), donde se transforma en conciencia (decisión de editar). Esto es, el editor con olfato debe ser un buen comunicador interno y convencer a una larga cadena de directivos (todos ellos pacientes de sinusitis y, en los peores casos, de
anosmia) de que han olido el mismo aroma que él. Algunos de los aromas que funcionan en este ámbito son: mediático; absorbente; se-lee-de-un-tirón; masivo; cautivante y algunos traídos de otras orillas:
blockbuster;
larger-than-life;
thrilling; etc. Es tal la especialización que le exige este trasiego al editor con olfato que, tomada la decisión, ya no le quedan fuerzas ni coraje para editar el original, al que seguimos llamando manuscrito aunque lo leamos en pantalla. Si logra imponer un aroma, uno que ya no le da trabajo ni con los directivos ni con los lectores como, por ejemplo, el aroma Arturo-Pérez-Reverte, y el autor y su agente firman con otra editorial, es posible que el editor con olfato sufra un colapso y la subsiguiente pérdida temporaria de facultades.
Convengamos en que este proceso de decisión, aunque ha dado sus frutos, es lo bastante esotérico como para que nadie entienda nada de lo que pasa. También resulta muy gravoso, por su misma naturaleza enigmática: prueba de ello son los almacenes repletos de libros sin vender, cuyo coste pagan los lectores en cada nuevo ejemplar de un nuevo título que compran en su librería habitual, si es que ésta no ha cerrado sus puertas aplastada por la lógica olfativa y la superproducción inherente.
La aparición de los libros digitales no ha cambiado, todavía, este funcionamiento complejo, inefable, secreto e ineficiente. Libranda, por ejemplo, se propone cobrarle al lector toda esta cadena de "valor" y lo hará sin sonrojos. A menos que surjan otros jugadores que inauguren un nuevo juego.
El 17 de mayo último, sin embargo, sucedió
algo que promete poner en funcionamiento otro grupo de neuronas de la industria editorial. J. A. Konrath, un escritor de thrillers en quien nadie se fijaba, firmó el primer contrato de edición de la flamante editorial AmazonEncore. AmazonEncore no es Google Editions, pero puede resultar igualmente disruptiva.
UN MODELO DE NEGOCIO, NO UN LISTADO DE CLIENTES
Cuando Amazon, con la ciega pero activa complicidad de las grandes editoriales, ya había dejado en la lona a un número suficiente de librerías como para que todo el ecosistema tradicional del libro se pusiera a temblar, el 14 de noviembre de 2005, propuso a sus clientes
un juego inocente: que etiquetasen y valorasen los libros que compraban en su tienda online. Y los lectores se lanzaron a esta aventura como locos. Era tal actividad etiquetadora que mereció reflexiones en todos los grandes periódicos, aparte de los ensayos académicos y sesudos que resucitaban las folcsonomías de Émile Durkheim. Uno se preguntaba, con ellos, a qué se debía esta anomalía: cientos de miles de personas, otrora considerados clientes, dedicadas a trabajar, sin compensación económica, para su proveedor.
Que las empresas tercerisen el trabajo en sus clientes es una práctica a la que Ikea, la gran multinacional sueca de
arredamenti y decoración, nos acostumbró a cambio de precios accesibles. Tal vez, los lectores que compraban en Amazon estaban tan agradecidos por los descuentos que no les importaba tomarse el trabajo extra de dejar huellas mucho más imborrables que las de Pulgarcito en las bases de datos de su proveedor. También se debe reconocer que, como contraprestación por el etiquetado, la empresa
facilitaba el proceso de compra. En un mundo de demasiados libros, los algoritmos de Amazon podían guiar con recomendaciones basadas no solo en las compras anteriores sino en el juicio posventa.
Sin embargo, había otro elemento importante para desatar la compulsión: Amazon no solo era más barata que ninguna otra librería y daba un servicio excelente; además, tenía la cortesía de invitarlos a opinar. La práctica de comentar y recomendar libros es muy antigua. Sobre esta necesidad arraigada de compartir la experiencia íntima de la lectura se montó la "experiencia Amazon", con el incentivo extra de que esa opinión pasaba a ser, por necesidad del medio,
palabra escrita, con todas las connotaciones de autoridad que todavía conserva entre la población alfabetizada. La delegación de poder en el comprador era casi total.
También lo fue el
control de información de usuario al que llegó Amazon. Ningún editor, ni grande ni pequeño, estaba en posesión de un tesoro semejante. En realidad, los editores siguen sin saber nada sobre el consumidor final, conocido también como lector.
Casi exactamente dos años después de proponer el exitoso juego de las etiquetas, Amazon lanzó al mercado la primera versión de Kindle, el 19 de noviembre de 2007. Empezó con 88.000 títulos que se han ido incrementando hasta llegar, en abril de este año, a medio millón. Y ya no fue una cuestión de etiquetas, valoraciones y reseñas aficionadas: con Kindle, Amazon puede saber en qué lugar de uno de sus e-books un lector se aburrió y abandonó el libro. ¿Cuánto pagaría un editor por acceder a esa información? Fue entonces cuando las editoriales grandes empezaron a preocuparse, pero era demasiado tarde. Quienes preferían seguir con vendas en los ojos se burlaban del éxito de Kindle hasta hace muy poco: finalmente, argumentaban, los best-seller de Kindle son todos títulos gratuitos. Las estrategias disruptivas se caracterizan por provocar juicios equivocados en quienes dominan el mercado que ellas vienen a poner patas arriba. A esa confusión contribuyeron los de las vendas en los ojos con la afirmación de que Amazon regalaba tantísimos títulos para Kindle porque su negocio pasaba por vender el cacharro.
No. El negocio en el que Amazon planeaba entrar con pie firme y una ventaja competitiva asimétrica era el negocio editorial. ¿Cuánto vale un archivo de contenidos comparado con la información sobre gustos, costumbres, placeres y desdichas de un lector? Nada. El misterio de Kindle y sus best-sellers gratuitos quedó desvelado el pasado martes, con el anuncio oficial de que Encore publicará una primera obra original, el thriller de J. A. Konrath cuyo título,
Shaken, es todo un comentario sobre la conmoción que causará en los cimientos de una industria todavía poderosa pero maltrecha.
Amazon, en su calidad de editorial, seguirá el mismo proceso que cualquier hijo de vecino: firmará un contrato, pagará un anticipo, pondrá un editor a trabajar en la obra, la maquetará, la dará a los correctores, la subirá a Kindle para el e-book y la mandará a imprenta para la edición en rústica, que distribuirá también por los canales tradicionales. Sólo se diferenciará en dos cosas:
- la edición digital saldrá siempre 4 meses antes que la de papel;
- la enorme "comunidad" Amazon, compuesta por esos lectores que ponen etiquetas, tendrá participación directa en la toma de decisión de qué títulos editar.
En
comentario sobre por qué había firmado con Amazon y no con un editor tradicional, Konrath escribió en su blog que los editores tradicionales habían tenido la oportunidad de considerar su libro el año pasado y lo habían rechazado. Pero también, que firmó con Amazon porque es
"es la única empresa que puede mandarle un e-mail a cada una de las personas que compró mis anteriores libros, y a millones de clientes potenciales."
Y es cierto que nadie más puede hacerlo. Quienes no son Amazon, tal vez intenten asociarse con Neil Gaiman y su base de datos llamada
LibraryThing, aunque dudo que sea una negociación fácil. En cuanto a España, habría que plantearse muy seriamente por qué el gurú de las redes sociales, Javier Celaya, está impulsando con tanto ahínco
Entrelectores, esa comunidad de recomendación de libros que no termina de arrancar. Cuando las cosas se pongan al rojo vivo, que no será mañana ni pasado, Entrelectores podría tener un valor estratégico casi impensable hoy.
En este futuro en bruto que nos toca vivir en el mundo editorial, está claro que harán falta saberes más peligrosos que los transmitidos por el sentido del olfato para tomar la decisión de editar.