lunes, 2 de noviembre de 2009

¿Hay que seguir llamándolos libros?

Hace una eternidad, un niño llamado Bruno estaba sentado en un sofá tapizado de gamuza color verde botella. Las rodillas casi le llegaban a las orejas y las suelas de las zapatillas dejaban huellas pasajeras en el traqueteado mueble familiar. Era difícil decir que se trataba de Bruno, porque el libro de tapas duras en el que estaba absorto le cubría la cara. Era la primera entrega de la saga de J K Rowling, Harry Potter y la piedra filosofal y su primera experiencia de lectura, no porque antes no hubiese leído libros, que había leído muchos, sino porque este era el primero que se parecía a los que leían los adultos.

El libro que lo tenía enfrascado no llevaba ilustraciones y todo el estímulo visual se concentraba en la tipografía del cuerpo 12 elegida por el editor. Aunque en casa de Bruno nunca hubo televisor, cuando entrevió la figura de sus padres por el rabo del ojo, les dijo con voz profunda:


--Esto es mejor que la tele.

Apartó el ejemplar, aunque no mucho, se golpeó la frente con la mano y agregó:

--Lo veo todo acá, en la cabeza.

El padre dio cuenta de la conversión de su hijo en lector en un número 42-43 del BILE, un monográfico sobre literatura infantil y juvenil en el que también colaboré. Veamos qué decía:

Bruno había descubierto repentinamente que las letras convocaban personajes, sucesos, paisajes y climas, de forma tan rica y tan simple que uno podía, sencillamente, pararse a mirarles. Porque el esfuerzo y la mecánica de la lectura —esa trabajosa combinatoria de signos para evocar fonemas que despertaran palabras, con sus cargas sintácticas y semánticas que apuntaban a hechos y seres que no eran necesariamente de este mundo— había disminuido hasta tal punto (o quizás había adelgazado tanto, en comparación con la riqueza de los frutos obtenidos), que sencillamente, no importaba, y quedaba sólo la vivencia, ajena y vicaria, pero vivísima...

Bruno tenía 7 añitos.

Ayer, en la edición electrónica del New York Times, Brooks Barnes informaba de la decisión de Disney de lanzarse de cabeza a la edición electrónica. También contaba que la corporación desconfía de los dispositivos dedicados y no le falta razón: basta recordar --y es difícil recordarlos-- la suerte que corrieron los lectores electrónicos Glassbook o SoftBook y, aunque ambos son historia del siglo pasado, también la exitosa y contemporánea plataforma propietaria de Amazon, Kindle, deja bastante que desear. Según la gente de Disney Publishing, los dispositivos dedicados existentes no proporcionan una experiencia digna de su catálogo de miles de títulos para niños.

Disney, como Dumbo en una cacharrería, entra con pie firme y ancho en un negocio que todavía no es negocio para nadie y donde hasta ahora apenas había chapoteado. Lo hace desde un website propio y en la modalidad de suscripción. Propone que por el módico precio de 79,95 dólares estadounidenses al año, la familia tenga acceso a 500 títulos, que podrá seleccionar de acuerdo con las aptitudes lectoras de cada niño de la casa. La horquilla etaria es de 3 a 12 años y la experiencia, wagneriana, por lo totalizadora. Los cuentos hablan por medio de la voz grabada de actores (¡otra oportunidad para que los padres hagan dejación de responsabilidad!) y, a su influjo, cada palabra se va iluminando mientras una musiquita de fondo atrapa la atención y los sentidos del niño sobreestimulado. Que si el niño encuentra una palabra que no le es familiar, ningún problema: a golpe de ratón consigue que se la lean otra vez voz alta.

Nadie sabe qué será de esta iniciativa, pero la misma Disney hace una prospección modesta en el tiempo. El libro de cuentos total en web tendrá una vida útil --en términos económicos y tecnológicos-- que no irá más allá del 2015. Hoy, Disney vende 250 millones de ejemplares de libros de cuentos tradicionales sólo en los Estados Unidos.

Para ver lo que hoy vería Bruno si le tocara iniciarse a la lectura, recomiendo visitar
Learn How It Works.

La compleja experiencia de internalizar una historia, de llenar los espacios en blanco no sólo de la página sino de la lógica narrativa --ese espacio conjetural donde se desarrolla la capacidad de crear mundos-- queda aturdida por la sobreexposición a estímulos. La razón narrativa --que es una de las capacidades humanas, como lo es también la fe-- se externaliza, de la misma manera que se tercerizan los servicios y el trabajo en la última fase de la economía neoclásica.

De ser niño, me quedaría con Los Sims, que nunca han pretendido ser un libro, son más divertidos y permiten desarrollar otras habilidades.

Y lo curioso de estos tiempos que corren es que la prehistoria se presenta como contemporánea al futuro.

2 comentarios:

arrumacos dijo...

En mi casa el único sitio donde no hay libros es en el baño, y este espacio se "salva" porque me preocupa que la humedad los dañe. Los libros pesan, se llenan de polvo y no quiero ni imaginar lo que sería mudarme de casa. Pese a ello, si me propusieran librarme del engorro del polvo, de la polilla y del abarrotamiento de mis libreros y guardarlos todos en un disco duro que cabe en la palma de la mano, diría enfáticamente (y horrorizada) que ¡NO!.
Amo los libros tal como son y la perspectiva de los ebooks no me entusiasma en absoluto. Tal vez los jóvenes piensen distinto y mis libros pasen a ser reliquias en unos cuantos años, lo cual, dicho sea de paso, me reconforta, pues serán cuidados como tales y mis hijos no tendrían que venderlos por kilo a una librería de viejo.
Te felicito, Julieta, por tu próxima ponencia, y te agradezco tu comentario en el blog de J. A. Millán.

Julieta Lionetti dijo...

Gracias, Arrumacos. Nuestra casa también está abarrotada de libros, algunos de ellos tan anotados y leídos que casi se caen a pedazos por nuestro abuso. Nunca podría prescindir de los muchos libros y, sin embargo, sé que el libro digital es imparable. Somos, todos nosotros, una generación mutante.