miércoles, 15 de septiembre de 2010

De mis lecturas a saltos y con red

Ningún lector experto abre un libro para llegar al final, de la misma manera que quien saca un billete de ida y vuelta no aspira a la categoría de viajero sino a la más modesta de turista. Ni el lector experto ni el viajero son relevantes para las industrias que los sirven. Las industrias necesitan volumen y se alimentan poco de aventureros. Porque no abren los libros con el objeto de acabarlos, los lectores expertos suelen consagrarse a varias lecturas a la vez. En esa zona en suspenso que se produce en el paso de un soneto de Lope a una crónica de Mansilla, de un ensayo de Pound al sudor congelado en el vello de Madame Bovary, el lector experto va construyendo su red, su semiosis. Por eso, cuando el lector experto se hace con el libro de Nicholas Carr, The Shallows, sabe antes de terminar el primer capítulo que es mejor resignarse a perder los 12 dólares de la edición de Kindle que seguir perdiendo el tiempo. Porque un lector experto deja los libros sin terminar sin ningún cargo de conciencia. Y éste, en particular, describe un mundo de la lectura que en nada se asemeja a su experiencia, un mundo que le resulta prefabricado, donde es imposible correr aventuras.

Mi contacto con la palabra impresa (con la escritura de los otros) empezó los días jueves, a las cinco de la tarde, en el departamento de la calle Salguero, en el corazón del barrio de Palermo, donde nací. Tenía tres años y la escritura, para mí, se resumía en la palabra Gatito. La anunciaba el aroma penetrante del café recién molido, asociado a la promesa de unas obleas rellenas de crema de limón, que venía del otro lado de la puerta. Era tía Amelia, que todos los jueves venía a casa con café, obleas y la revista infantil troquelada Gatito. Solía abrirle la puerta antes de que sonara el timbre. Pero aprendí a leer de verdad un año más tarde con el diario La Prensa. Para los argentinos que visitan este blog, la sola mención de la cabecera revela que crecí en un hogar de costumbres conservadoras, perspectivas liberales y poco afecto a la ortodoxia católica. En casa de mis primos se leía La Nación y los varones iban a misa. Empecé por descifrar los titulares para luego adentrarme en el muy complejo, aunque ordenado, laberinto de las columnas del periódico. Las columnas terminaban antes de que terminaran las frases (algo que me irritaba por entonces), y tenía que seguir un enlace que me indicaba en qué otra página y en qué otra columna seguía el texto. Así, tirada en el suelo boca abajo y apoyada en los codos junto a la puerta ventana que daba al patio interior, iba y venía por el diario hasta convertirlo en una bola arrugada e irreconocible. Por eso tenía prohibido tocarlo antes de que mis padres lo hubiesen leído. Quien aprende a leer con un periódico sabe que la lectura (y la semiosis) se realizan a saltos.

Pero hay más cosas que me hacen incomprensible la fama alcanzada por el libro de Nicholas Carr.

Cuando cumplí cinco años, para premiar mi espíritu emprendedor en materia de lectura, me regalaron libros. Al menos, son los primeros libros que recuerdo. Alicia en el país de las maravillas, con los dibujos de John Tenniel, y una vida de San Francisco ilustrada por alguien menos relevante. Como buen agnóstico respetuoso de la vida espiritual propia y ajena, mi padre ponía entre mis manos los enigmas de la matemática y de la fe desbocada, aunque disfrazada de vida ejemplar la una y de cuento fantástico la otra. También recuerdo de aquel cumpleaños las piñatas y un sweater de angora azul celeste a juego con una bufanda de borlas. Por la noche, tirada boca abajo en la cama, apoyada en los codos, con el libro del reverendo Dodgson abierto sobre la almohada, fui presa del vértigo en el palacio de la reina de los naipes. Del vértigo al pánico pasé con rapidez y quedé paralizada, de manera que lo único que me permitió cerrar el libro fue la voz de mi madre que me exigía que apagara la luz. Pero el libro cerrado era aun más peligroso. Abstracto e inasible, se prendía a mis neuronas sin darles descanso. Tenía una linterna, que prendí. Y reposé en la historia de San Francisco hasta quedarme dormida. Estos dos libros, estos dos mundos, los leí en simultáneo en las semanas siguientes.

Por eso no sé de qué habla Nicholas Carr.

Más tarde, con Colmillo blanco, desarrollé otra perversa distracción: no podía leer a Jack London si no tenía una pera para mordisquear al mismo tiempo. Las manzanas no eran lo mismo, las manzanas eran para Louise M. Alcott. Esto es, si no había peras, me conformaba con Mujercitas, aunque en cuanto me hacía con una, lo abandonaba para entregarme a La llamada de la selva, en una pésima traducción. A los trece años mi soledad estaba confirmada: era lectora asidua de Borges y, por él, había llegado hasta Parerga y paralipomena, de Schopenhauer. Lo que no me impidió, un verano, leer cuanto misterio de Agatha Christie cayó en mis manos, hasta que hacia el final de las vacaciones apareció otra tía mía, Nilda, con un ejemplar de La llave de cristal, de Dashiel Hammet y me enseñó para siempre qué era la novela policial.

Lo único que me hizo revivir el vértigo de Alicia fue el teatro español del Siglo de Oro, con el que me desvelé gozosamente años enteros. Era tal la tensión de aquellas palabras que a menudo, en medio de la lectura, debía distraerme con otros libros para soportarlas. Y mientras leía Héroes y tumbas, de Sábato, fui víctima de otra terrible distracción, cuando me estrellé contra un poste de la luz porque iba leyendo por la calle.

Pasaron los años y, en la biblioteca del Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, mientras traducía a Louis Trolle Hjemslev (lamentablemente, del inglés), las notas al pie me llevaban indefectiblemente hasta la bibliotecaria, a quien le pedía los libros referidos, que abría y consultaba en simultáneo sobre la mesa de trabajo. En esa biblioteca tejí innumerables telas de araña, redes entre libros, citas, remisiones, conceptos, autores, ideas, signos, significantes, historias. Seguía leyendo a saltos, como a los cuatro años. Como leen los lectores expertos.

Y luego fui periodista, leyendo la miríada de cables y evaluando los miles de fotos que escupían las agencias en vísperas de la caída del Muro de Berlín. Y tuve que elegir la información que era relevante y la foto que debía tener porque la tendrían todos los demás y la foto que debía tener porque ningún otro dispondría de ella. Y creo que lo hice relativamente bien y sin perder capacidad de raciocinio. Mucho menos, de introspección. Y enseguida después de la caída del Muro, me convertí en editora. Y leí miles de manuscritos, escribí cientos de textos para las contracubiertas, atendí el teléfono cuando llamaban de la imprenta con un problema y cuando llamaban de la distribuidora con otro y cuando llamaban los periodistas. Y desde esa trágica distracción de la que habla Carr, construí un par de catálogos bastante respetables.

Así que, cuando llegó la Red, no me asusté. Sabía de la lectura decimonónica de señoras burguesas apretadas en un corsé y rodeadas de cortinados que protegían su privacidad mientras se desvivían por alguna heroína romántica que hoy consideramos clásica. Sabía de ellas por mis lecturas, siempre a saltos, de libros y de pinturas y de fotografías, pero nunca pensé que fueran mi modelo. Mi modelo de lectura no era decimonónico, era el Cicerón niño pintado por Vincenzo Foppa en el quattrocento: la serenidad en la multiplicidad.

Pero cuando Nicholas Carr habla de la lectura inmersiva no está pensando en la pintura de Fragonard ni en la de Corot. Está pensando en la lectura propuesta por la industria editorial: un libro a la vez, de una sentada, de principio a fin y a la librería en busca de más, que hay que cerrar la cuenta de resultados. Debo confesar que de esa manera solo logro leer lo libros malos o intrascendentes, que también leo. Mi última experiencia de ese tipo fue con la primera entrega de la trilogía Millenium: en dos tardes di cuenta de ella y se la devolví a su dueña, que como iba a trompicones me la prestó por dos días para que me enterara de cómo eran los libros que ahora venden decenas y decenas de millones de ejemplares. De esas lecturas tal vez sea enemiga la Red. Y tal vez no le falte razón a Nicholas Carr cuando defiende con su libro a la elefantiásica industria editorial que lo publica.

4 comentarios:

Sigrid dijo...

Habría leído este post de rodillas. Totamente de acuerdo. El enlace y la serendipia, el poder cerrar un tomo que no me interesa, me hacen sentirme firme en mi territorio propio: el de mi lectura.

Julieta Lionetti dijo...

Gracias, Sigrid, por tu visita.
Hoy encuentro un post en los blogs de Wired que viene a cuento. Por si nadie nos creía, la neurociencia viene en nuestra ayuda: un estudio conjunto de la Universidad de Harvard y la Universidad de Toronto llega a la conclusión de que las personas más distraídas son, también, más creativas.
Ya lo sabíamos, ¡pero Nicholas Carr ha hecho tanto ruido con su deslinkificación de la Red!
Dejo aquí el link al blog de Wired:
(http://ht.ly/2EB8t)

Gerardo Lino dijo...

Así anda uno: a salto de mata hasta encontrar un sitio de refugio o la tentativa de una nueva aventura. Gracias por compartir su experiencia de lectora.

Cindy Leopoldo dijo...

Muito prazeroso seu post! Viajei por vários tempos... :)