domingo, 2 de enero de 2011

Lo que Abraham me contó de las tabletas

La cultura portátil de Ur en sus tabletas de piedra.



Deja que los usos de Sumeria,
que han sido destruidos,
te sean restituidos.
Lamento de Ur, siglo XX AEC.

En el año 5 del reinado de Hammurabi, Teraj, hijo de Najor y padre de Abraham, escultor de profesión, abandonó su tierra natal en Ur de los caldeos con destino, tal vez, a Canaan, a donde nunca llegó. Hizo escala en Jarán, ciudad hermana de Ur, que acababa de lograr un estatuto de autonomía con respecto a la ahora poderosa Babilonia, de cuyo dominio Ur no había escapado. En el año 5 del reinado de Hammurabi, habían pasado más de mil años desde la invención del arte de la escritura silábica por los sumerios y esa arte había producido inmensos archivos de tabletas de arcilla y la consecuente construcción de bibliotecas donde guardarlos. Cuando Teraj dejó Ur y su taller cercano al zigurat de la ciudad, la devastadora transferencia de esos archivos a la triunfante Babilonia era casi completa.

Dicen las historias que Teraj prolongó su escala en Jarán con el propósito de cruzar a las burras de su caravana, porque los asnos de Ur, primer sitio donde se domesticaron, eran como el oro y el comercio de esas crías acrecentaría el patrimonio con el cual instalarse en otro sitio. Pero nosotros queremos saber qué acarreaban los asnos de Teraj en las alforjas. Quien se queda sin ciudad, se convierte en portador de su propia cultura (y tal vez sea este uno de los motivos por los cuales aun hoy vemos con recelo a los migrantes). El Libro, compuesto otro milenio más tarde en la corte del rey Salomón, no dice nada al respecto y habrá que llegar a la historia de Raquel para que escrituras y arqueología se unan en la creación de sentido.

ABRAHAM, EL ESCRIBA 
El cuento de un Abraham que destruye los ídolos de su padre en Ur no figura en el Libro. Es una leyenda tardía, casi un titular de periodismo amarillo, amasada para convencernos de que Abraham renegó de la religión de su padre. 

Cuando Abraham se educaba en Ur, como heredero de una familia principal que proveía de esculturas al gran teatro cósmico que tenía lugar en el templo de esa montaña tecnológica que era el zigurat, la suya era una civilización en vías de extinción. Solo los escribas, como Abraham, conocían el sumerio, pero la lengua de cada día era ya el acadio. Esa civilización había dado la escritura, la rueda, el arado, el velero, la bóveda, la cúpula, el teatro, el arte tal y como lo hemos entendido hasta hace nada y decenas de otras innovaciones imprevistas y repentinas. De todas ellas, la escritura ocupaba el lugar de una obsesión. Quienes en tiempos modernos excavaron Mari, Ur y otras ciudades de la antigua Sumeria, descubrieron que no hay superficie que no lleve una inscripción, ni construcción en cuyo basamento no haya una tableta con la copia del plano del edificio, por modesto que sea. En las tabletas de Ur también hemos encontrado los primeros "libros" de cocina, el primer almanaque agrario y la primera farmacopea.


Abraham, que aún no se había ganado la hache de la presencia divina, iba para escriba, complemento perfecto del oficio del padre, porque las estatuas de los dioses, y las votivas de los ciudadanos, también estaban marcadas por la escritura y se acompañaban de poemas y dedicatorias. En la escuela de escribas de la montaña tecnológica llamada zigurat, al lado de la biblioteca del templo, Abraham debía aprender los secretos de la escritura, pero también los de la fabricación de tabletas. Con ese fin, su maestro guardaba muestras de cada tipo, expuestas en el patio donde dictaba las clases. La tableta redonda de arcilla de superficie áspera, con vestigios de briznas de paja, arenilla y chinas diminutas, era la de los aprendices. Había otra tableta, rectangular, cuya arcilla era tan fina y pulida que resplandecía más que un iPad. Y otra de bronce, apenas más grande que el pulgar del maestro, casi como una Archos Android de 2.8 pulgadas. Y tabletas de oro y de plata del tamaño de un iPod Touch. Y también había una tabla de escribir de madera y otra de marfil, con bisagras, como una MacBook Air. Y la más rara de todas, llamada tableta de la vida, cuya superficie era de cera de panal. ¿Como el Android Honeycomb que corre en un prototipo de tableta con el que se dejó ver Andy Rubin poco antes de Navidad?


No es que desconocieran el papiro ni el pergamino, que también los usaban, pero estas superficies no se adaptaban tan bien a las sutilezas propias de la inscripción cuneiforme.

El maestro también tenía una enorme colección de tabletas con textos. Muchas de ellas estaban indexadas en los bordes y guardadas en canastos con etiquetas de arcilla que señalaban sus contenidos. Además de aprender a fabricar tabletas, Abraham fue instruido en metadatos, porque era obligatorio que cada obra copiada llevara un colofón con el título, la primera línea de texto, el nombre del mecenas o del cliente que la había encargado, el autor, el escriba y el traductor, si lo hubiese, y la fecha y procedencia del original. El colofón también hacía las veces de ex libris, porque allí figuraba también el nombre del dueño de la tableta. Estas tabletas copiadas eran de uso privado, porque los originales se guardaban en las bibliotecas públicas del palacio y del templo.
 
La colección del maestro abarcaba todos los saberes necesarios al futuro escriba: poesía y botánica, matemáticas y religión, música y astronomía, historia y medicina, estadísticas de cosechas y contratos privados entre comerciantes. Y de los muchos textos que Abraham copiaba para convertirse en el escriba que ayudaría a su padre en la confección de las estatuas parlantes, también habrá copiado este fragmento, que define el uso de las tecnologías de la memoria y el sentido trascendente de la escritura para todos los descendientes de Ur:
De los hombres, de todos los que hayan recibido un nombre, desde antiguo se han creado las estatuas funerarias, y todas se han emplazado en criptas en los templos de los dioses: ¡nunca se olvidará cómo se pronunciaron sus nombres!
EN LAS ALFORJAS
Completada su formación y en vísperas a tomar por esposa a su prima Sarah, Abraham tuvo un sueño. Esto tampoco se cuenta en el Libro, pero sucedió, porque en Ur nadie podía fundar una familia antes de haber tenido el sueño. Reconocer este sueño, saberlo distinto de otros, era la señal de madurez, porque de él se volvía con una noción vaga que debía transformarse en determinación y conocimiento. De allí se volvía con un dios, no con uno de los que estaban en el templo, sino con un dios personal, al que también se le daba un nombre y del cual se creaba una estatua manual, portátil, que presidiría el panteón familiar. Teraj había tenido este sueño, y antes de Teraj, Najor, y así hasta el fin de la memoria. El dios con el que soñó Abraham habrá sido alguna versión particular de Nabu, el dios de los escribas que había desplazado a Nisaba, la diosa de la escritura.

Y cuando Hammurabi cerró los talleres de los escultores de Ur, y cuando incendió sus bibliotecas, y cuando Teraj rechazó trasladarse a Babilonia a hacer dioses en gran escala y partió hacia Jarán porque todavía conservaba la autonomía y la tradición sumeria, se llevó consigo las herramientas y utensilios de su arte y los nombres, porque no se es hombre sin nombres. Los nombres grabados en las estatuas de los dioses familiares y en las tabletas producidas por su hijo Abraham. 

Las alforjas de los asnos de Teraj iban cargadas de una Ur portátil.

Y cuando Abraham dejó atrás a Teraj y siguió camino de Canaán, llevaba, junto a Sarah, su porción de Ur. Y cuando en la encina de Moré se le apareció un dios creador al que nunca antes había visto, Abraham le dio un nombre, como el que se le da al dios personal, que llevaba en la alforja, y entabló con él un largo diálogo cara a cara, como los diálogos del teatro cósmico de Ur, y le mostró a ese dios trashumano el camino para entrar en la mortalidad de sus criaturas, y restauró lo viejo forjando lo nuevo.

Y aunque nada de todo esto figura en el Libro, sabemos que fue así, porque así eran los usos de Sumeria con los que, dos generaciones más tarde, cumpliría Raquel en Jarán, al abandonar a su padre Labán para seguir a Jacob a la tierra prometida, después de robar los dioses familiares. Y esto sí está en el Libro que se compuso en los salones del rey Salomón, aunque las alforjas de los asnos fueran ahora albardas de camello.


UNA CULTURA PORTÁTIL
Solo en el desierto, Abraham tuvo que desarrollar el don de la ubicuidad como lugar de pertenencia y a ello lo ayudaron las palabras, fijadas pero móviles. De las tabletas con la épica de Gilgamesh nació el relato bíblico del diluvio y la historia de Noé; del código de Hammurabi, que transportaba en las alforjas de sus asnos, los mandamientos bíblicos, más tarde refinados por la tradición mosaica que, a su vez, dio origen a la ley talmúdica y, en paralelo, a la filosofía medieval cristiana.

La condición portátil de las tabletas de hoy presenta otros desafíos, pero no nos es ajena. Descendientes de Ur, ese lugar donde se clasificaron y catalogaron los elementos más cruciales de la sociedad humana, deberemos reencontrarnos con la ubicuidad, favorecer la migración de nuestra cultura y acostumbrarnos a que la ciudad ha dado paso al universo y las máquinas de fabricar máquinas a las cosas que piensan a las cosas.

Toda la información arqueológica que he usado en este post se la debo a David Rosenberg, co-autor, con Harold Bloom, de El libro de J, y muy especialmente a su biografía histórica Abraham, publicada por Basic Books en 2006 y cuya traducción al español recomiendo desde aquí a Alejandro Katz
 

6 comentarios:

Juan Luis Chulilla dijo...

Dos cosas:

1) cuando el rey nimrod, al campo salía, miraba en el cielo y en la estreyería. Vido una luz santa en la judería, que había de nacer, Abraham avinu. La mujer de Teraj quedó prenada, y su marido, tal ni le preguntaba: Oh esposa mía, qué mal que te aflije. Pero ella ya sabía el bien que traía.

2) Aunque me parezca lo contrario, me queda menos para acabar mi libro (nuestro, de mi socia y mío). Lo estoy acabando dentro de la plataforma que alberga a toda la investigación, un wiki. Conclusión: nada de tabletas, los libros digitales vuelven a donde nunca debieron salir: a la idea pura, a la palabra pura, que vuela ubicua sobre nosotros.

Anónimo dijo...

excelente post.. estamos ligados a un pasado común, mestizo, por estas historias, ciertas o supuestas, posibilidad de entender algo de lo que era para entendernos a nosotros mismos, hoy, y luego proyectarnos al futuro sabiendo que no escaparemos de esta pequeña porción de tiempo entre nacimiento y muerte.

Unknown dijo...

Un regalo de los dioses, este post. Y cuánto hay de tabletas olvidadas, de no secuencialidad en las historias, de multimedialidades y de redes sociales en la historia que nos antecede y que ahora estamos hilando, en una convergencia singular hacia los libros que se leen a sí mismos, y nosotros en medio...

Marcos Ley dijo...

¿Tiene un email para contactar?

Saludos

Julieta Lionetti dijo...

Puedes contactarme a través de mi cuenta en LinkedIn o a través de mi cuenta en Twitter: @JulietaLionetti

Gracias por pasarte por aquí.

María José de Acuña dijo...

Magnífico post, Julieta. Como decimos por aquí, ¡menudo curro...! Ah, y muy aguda con el etiquetado.
Abrazos,
@mj_acuna