martes, 17 de agosto de 2010

Ladrones de libros


Siempre hubo ladrones de libros. Han sido tan abundantes como los ladrones de gallinas. Los ladrones de gallinas pertenecen al acerbo del chiste popular y los de libros merecen piezas como estas notas autobiográficas de Rodrigo Fresán. La diferencia entre un género y el otro solo estriba en el prestigio social del objeto robado. El del libro es enorme, porque hay quienes sostienen que hay que leerlos de principio a fin aunque el autor nos mate de aburrimiento, mientras nadie piensa en comerse una gallina cruda.

A los editores siempre nos ha tenido sin cuidado que alguien como el joven Rodrigo Fresán, lector voraz a quien no le alcanzaba el generoso presupuesto cultural de una familia de clase media ilustrada (en tiempos en que la clase media era ilustrada en la Argentina), fuera de incursión por las librerías. Nunca fue preocupación de editores, en ninguna latitud, asunto tan miserable. No porque a los editores nos emocionara que los jóvenes se cultivaran y se convirtieran en adictos a la lectura. Ni siquiera pensábamos en que ese voraz ladrón se convertiría en parte importante de nuestro fondo de negocio. Tanta distancia aristocrática con respecto al ladrón de libros se debía y se debe a que, en el caso del libro físico, quien paga los platos rotos es el librero, quien deberá liquidar los ejemplares robados como si hubiesen sido vendidos.

Feudalmente hablando y en materia de robo de libros, para el editor, el librero no es más que el encargado de una aparecería. ¿Que te han robado el cerdo que conté cuando parió la cerda? ¿Y a mí qué me cuentas? ¡Venga mi parte convenida!

Con el advenimiento de los ebooks, el editor tradicional se encuentra en una situación incómoda, desconocida. El aparecero ya no se ocupa de la cerda, ni la cerda tiene crías. La cerda, el archivo epub, campa a sus anchas en su propia casa, y el editor debe cuidarse de que no se escape, que esté limpia y presentable todos los días, no solo el día de la venta. Porque una cerda que ya no tiene crías no se vende, solo se muestra. Y entonces, como en un mal sueño del que es imposible despertar, en el imaginario del editor se presenta el ladrón de libros. Y le teme tanto que no duda en llamarlo pirata. Ningún editor publicaría a un autor que contara sus aventuras en los archivos P2P en años de juventud. Es más, ningún autor encontraría solaz al mirar a los ojos a un ladrón de libros P2P. No estoy muy descaminada si pienso que la imposibilidad de firmar el ejemplar juega un papel importante en este último caso.

Como aquí nadie se come a la cerda ni a la gallina, sino que se paga por mirar, el ladrón de libros en realidad no roba nada: abre una ventana clandestina. Que abrir una ventana en propiedad ajena es atentar contra ella nadie lo discute. Lo que se discute son los pesados cortinados que ha colgado el editor todo alrededor de su castillo. Son un engorro para quienes pagan por mirar, afean a la cerda y al castillo y todos sabemos con qué facilidad los cortinados se abren y hasta qué punto son pasto de las polillas. Lo imposible de parar es la mirada clandestina, porque forma parte de la economía del deseo.

Así, perdida toda apostura caballeresca, los editores de aquí y del mundo han apostado por el DRM.