domingo, 27 de noviembre de 2011

Los libros inútiles


 que una rama del comercio extraviada es una rama perdida y que en diez años se causan más males de los que que se pueden reparar en un siglo.
                            Dennis Diderot (Carta sobre el comercio de los libros)

Libros de mármol de la decoradora Kelly Wearstler.


 En 20 años de ejercicio editorial, he publicado libros inútiles. Varios.

Los libros útiles no son el contrario de los libros inútiles. Son los libros que sirven para algo: para que adelgacen los ejecutivos en comidas de negocios; para convertir un erial en un jardín; para preparar una cena. Y para pagar los salarios.

El contrario de los libros inútiles son los libros valiosos.

También he publicado libros valiosos. Varios. Algunos se volvieron inútiles, porque sofocados por los auténticos libros inútiles que publicábamos, yo y todos mis colegas.

Estos son los verdaderos géneros con los que trabaja un editor. Lo demás es literatura. Y vanidad. Del equilibrio entre ellos depende la salud del comercio del libro.

UNA MAREA BLANCA DE PAPEL

Cualquier cosa que digamos sobre la edición y el cambio de paradigma al que está sometida se modificaría radicalmente si tuviésemos una historia económica del papel. Y de su inflación. También, del papel del papel en la consolidación del Estado moderno y de la burocracia que lo hizo posible. Ya lo dijo Bertold Brecht, y mucho mejor: para ser hombre hace falta un librito de papel, el pasaporte.

El papel impreso y el poder han compartido una intimidad que a menudo se pasa por alto.  Quien no lo crea, que pregunte a los sin papeles.

La edición se ha articulado en esa intimidad. Que a veces la haya cuestionado, e incluso desafiado, no es más que una confirmación del vínculo y sus tensiones. En esta lógica, la misión del librero-editor (hoy descompuesto en una red que abarca a decenas de jugadores) es, en espejo con la de quien extiende un pasaporte, asegurar la circulación de los discursos y, al mismo tiempo, restringirla para evitar su proliferación descontrolada y su consiguiente devaluación.

El editor adquirió su lugar de privilegio, que sustentó sobre la extinguida promesa ilustrada, en el compromiso tácito de guardar el orden de lo escrito. De mantener la asociación de la autoridad de saber y la forma de publicación.

A todo esto se lo llamaba "hacer un catálogo". Hay editores con catálogo, como Jorge Herralde, y hay editores sin catálogo, como Planeta Internacional.  Literalmente sin catálogo, porque ningún documento da cuenta de la historia de sus publicaciones.

El editor "con catálogo" no está a salvo de los libros inútiles, porque forman parte del régimen de la edición: de la negociación con el agente literario en pos de un libro valioso o de uno útil; de la necesidad de mantener encendida la hoguera de la librería; de ocupar el territorio de las mesas de novedades y del inevitable error de apreciación. Pero la tentación de entregarse al libro inútil queda acotada por ese registro de sus acciones  y pecados editoriales que es el catálogo.

Quien no tiene catálogo, no deja huellas. Tira de la cuerda y esconde la mano.

Hace diez años, pensaba que los libros inútiles hacían ruido. Hoy los veo como una inmensa marea blanca en la cual zozobran los discursos que prometimos hacer circular.

LA HERIDA AUTOINFLIGIDA

La economía del papel está asediada desde hace tiempo. Desde la Primera Cena que Frank McNamara pagó con una tarjeta de crédito en el Major's Cabin Grill, en febrero de 1950.

Fue una andanada en la línea de flotación del mundo simbólico construido alrededor del papel. De allí a la libre circulación de capitales ficticios que hoy amenaza con acabar con la civilización tal y como la conocemos, han ocurrido muchas cosas.


¿Por qué siguen pensando los editores que el papel que les toca en el mundo de papel no debe ser tocado? ¿Acaso creen que el papel de los libros es más importante que el papel moneda? ¿No han comprendido que el destino de ambos papeles está atado?

Mucho antes de que llegara el gran editor universal, ese que le abre las puertas a cualquiera y donde los textos tienen por único contexto su pertenencia a una misma temática, mucho antes de la Red, de la autoedición, de los ebooks, de Google y de Amazon, los editores se autoinfligeron una herida. Una herida fiera, porque hecha con el instrumento contundente y romo de los libros inútiles.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

No están todas las que son ni son todas las que están

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Con el objeto de promover el desarrollo de las industrias culturales autóctonas y facilitar los emprendimientos comunes entre ellas, la Secretaría de Cultura de la Nación facilita un Mapa Cultural de la Argentina interactivo que vale la pena visitar.
A través del Mapa Cultural hoy sabemos que en Argentina existen más de 400 cines, cerca de 600 editoriales de libros y no más de 130 sellos musicales. A lo largo de su territorio, se emplazan más de 2200 librerías y más de un centenar de Ferias del Libro. Existen además aproximadamente 800 espacios de exhibición patrimonial, más de 8300 bibliotecas de distinto tipo, 870 monumentos y lugares históricos, 2400 salas teatrales, cerca de 1400 radios y 2.600 Fiestas y festivales en todo el país.

Porque no están todas las que son ni son todas las que están, la Secretaría ha instrumentado una herramienta de validación del mapa con la cual los usuarios pueden corregir, agregar o cuestionar la inclusión de tal o cual empresa o evento ligados a la cultura. El recurso al crowdsourcing por parte de una institución del Estado es más que bienvenido, pues es una de las maneras de usar Internet como instrumento organizador de ciudadanía, reforzando el sentido de pertenencia social, geográfica e histórica a través de la participación responsable en la creación de la información de uso común.

En materia editorial, se confirma la concentración de esta industria en la ciudad de Buenos Aires: de 552 empresas dedicadas a la edición de libros, 342 tienen su sede en la capital del país.Y faltan varias de las importantes, no solo por tamaño sino por valor cultural.

Uno de los recursos más interesantes del Mapa es la posibilidad de superponer los indicadores culturales a otros, de carácter socio-demográfico como, por ejemplo, educación, acceso a la salud, índice de pobreza, penetración de las nuevas tecnologías y más.

Pego aquí una captura de pantalla del mapa editorial con una superposición del porcentaje de hogares con acceso a Internet en toda la geografía de la república, siendo las zonas más oscuras de color anaranjado las que ostentan un porcentaje de hasta un 23 % de hogares con acceso. A señalar también que esas regiones son las de menor densidad demográfica del país.

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Uno concluye, tal vez con premura y frivolidad, que cualquier cambio de paradigma en el sector editorial de la Argentina, cualquier futuro de la edición digital (si lo hay), pasará por el desarrollo de soluciones móviles, centradas en los 55 millones de teléfonos celulares en poder de una población de 40 millones, una gran mayoría de los cuales tiene acceso a la Internet móvil. Las implicaciones de esta realidad de las infraestructuras son enormes e inclinan la balanza de poder de la edición y el consumo textual no ya hacia las grandes empresas de software, como ha sucedido en los países centrales, sino hacia las telefónicas. Una realidad que merece empezar a pensarse seriamente desde las políticas públicas.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Aun no hemos visto nada

Ejemplar de Players, de Don De Lillo, perteneciente a David Foster Wallace. Universidad de Texas en Austin.
Afecta apenas a cinco mil títulos, entre los cuales no figura ninguno publicado por los Big Six de la industria editorial neoyorkina. Beneficia a apenas un 9 % de los usuarios Prime de Amazon que, según calcula el analista Eugene Munster, de Piper Jaffray*, serían tan solo 5 millones de personas en todo el globo. Un alcance ridículo si uno piensa en términos de escala: apenas la cuarta parte de los lectores a los que, teóricamente, podría llegar Planeta a través de e-Círculo si se decidiera por una estrategia digital coherente y sostenida.

Sin embargo, el programa Kindle Owner Lending de Amazon marca un giro copernicano en la cadena de valor del libro. Porque a lo que Amazon le pone precio es a las notas, subrayados, garabatos y caprichos del lector. Lo que se precia y aprecia es la permanente negociación con el texto que implica la lectura activa, donde el "margen de sentido" se produce en un lugar intermedio entre el emisor (autor) y el receptor (lector).  Este espacio marginal, que hemos dado en llamar marginalia, tiene su punto de sustento entre lo privado y lo público, y que se inclina hacia uno u otro lado del fiel según quién sea el dueño del libro. Es la esencia de la lectura social, donde la intersubjetividad de la interlocución permite la reproducción del sujeto lector en su reflejo del otro, del que ha escrito el texto.

Esta práctica social de reproducción reflexiva del sujeto en tanto productor de sentido es tan vieja como la lectura. Todas las novedades en materia de lectura digital van por este camino, los ingenieros empiezan a entender: desde la plataforma Copia hasta la lectura social propuesta por Kobo; desde 24 Symbols hasta la mimada (en exceso) startup Small Demons.

Pero solo Jeff Bezos --el gran innovador-- ha pensado que es esa experiencia de sí mismo por la que el lector está dispuesto a pagar. Porque Bezos ha descubierto que la "experiencia de lectura" no es una experiencia sensible a enriquecer con videos y enlaces mil, sino una actividad productiva. Y nadie renuncia a su propia (re) producción.

No voy a entrar aquí en análisis acerca de la viabilidad de la propuesta, ni de los contratos que la limitarán, ni del coqueteo permanente de Amazon desde los bordes de la legalidad, ni de las reacciones de otros colectivos comprometidos (autores, agentes, editoriales). Se ha escrito mucho y muy bueno en estos días al respecto. Tampoco entraré en las connotaciones éticas de esta decisión inconsulta de Amazon con respecto a su proveedores de contenidos.

Solo señalar que si de fractura de modelos se trata, de cambios de paradigma, de llevar las fronteras a sitios que el dinero todavía no había conquistado, este es el puntapié inicial de un nuevo juego. Y que como el genio puede ser tanto benigno como maligno, habrá que reconocer la genialidad de Bezos en esta movida.

CÓMO FUNCIONA

Esto no va de streaming. Mejor dicho, el streaming es apenas una modalidad que habilita el reconocimiento del valor económico del aporte productivo del lector.

Esto no es un Netflix ni un Spotify de los libros. Esto es convertir al lector en el centro de un nuevo sistema planetario. Porque si bien ser miembro del programa Prime permite a los usuarios de Amazon ver películas y escuchar música gratuitamente, después del abono de una suscripción anual de 79 dólares, pensada en un principio solo para el despacho gratuito de bienes analógicos, Kindle Owner Lending tiene una cláusula especial. 

Si eres miembro de Prime y dueño de un Kindle, tienes derecho a leer 12 títulos gratuitamente a lo largo del año, casi el doble de lo que consume el lector medio estadounidense. Ahora bien, si te has entregado a la lectura realmente gozosa, esa que te lleva a subrayar, a anotar tus pensamientos más locos, tus desavenecencias con ese ausente que es el autor, tus puntos de acuerdo, las relaciones que has descubierto con otros corpus de texto, si eres un lector "de verdad", solo podrás recuperar tu producción de sentido --que ha quedado bien guardada detrás de las puertas de la nube de Amazon-- si pagas por el libro su precio de mercado. Esto es, si te conviertes en su propietario.  

Cuando escribía en FutureBooks que no todos los contenidos digitales ofrecen la misma experiencia de consumo online y me mostraba escéptica sobre un Spotify de los libros, no imaginaba que Bezos ya había descubierto la especificidad de la lectura, ni que la incorporaría a un modelo de negocio que tiene por objetivo la disrupción de su mismísima empresa, antes de que sean otros quienes lo hagan.


La iniciatia apunta a que el ecosistema de Amazon se vuelva aun más cerrado, más autosuficiente. Las armas: Silk, Prime y Fire (que es la ventana al catálogo de Sears & Roebuck desmaterializado). La relación de intimidad entre la nube de Amazon y la función productiva del lector deja a todos los demás actores fuera. Autores y editores solo son dueños de la excusa que permite esa productividad.


¿No sería hora de que nos pusiéramos las pilas y empezáramos a pensar con libertad en nuestro futuro?


*Esta información está tomada del boletín de pago Publishers Lunch de Luxe, de Cader Books. Me disculpo por no poder ofrecer un link a ella.



viernes, 21 de octubre de 2011

De las bibliotecas (públicas, privadas y ausentes)





Este blog nunca se planteó seguir de cerca las noticias del mundo editorial y su irreversible cambio de paradigma. La intención siempre fue que me sirviera como un sitio donde compartir reflexiones sobre ese cambio, que afecta muchas otras facetas de nuestro transitar en el mundo. Por eso, las nuevas entradas se han presentado cada vez que tenía algo que decir y nunca han tenido una periodicidad asible. Mi registro blogger es más el de una conversación que el de un servicio.

Sin embargo, una ausencia de más de dos meses hasta a mí me desconcierta.

Por razones que no vienen al caso, pero que implican el espacio (dimensión que estamos perdiendo en medio de una algarabía algo insensata), he debido catalogar toda mi biblioteca personal. La de papel impreso, sí, la espacial, esa en la que la palabra comparte un sitio con la arquitectura. No conté con ayuda y fue un trabajo arduo. En especial porque debía deshacerme de dos tercios de los libros que me han acompañado por los años y por los continentes, y la catalogación iba a la par de una selección rigurosa. Hoy, terminado el trabajo y bien guardados esos más de dos mil volumenes en cajas etiquetadas que descansan en el depósito de un anticuario amigo, reconstruir o rememorar ciertos períodos de mi historia intelectual se reduce a un ejercicio de imaginación frente a las hojas de Excel en las que han quedado metadateados. Sé en qué caja descansa cada uno, el año en que lo leí, qué significó en mi desarrollo, a qué otros títulos está vinculado (en mi orden caprichoso de lecturas) y algunas cosas más. En cambio, no sé cuando volveré a verlos, ni a repasar las profusas anotaciones en los márgenes, que se fueron haciendo más parcas a medida que me internaba en la edad adulta.

Lo que ha quedado a la vista es el hueso. En algunos casos, he consevado en los anaqueles más de una edición del mismo título, cuando cada una de esas ediciones aportó algo diferente a la experiencia de lectura. Cada noche me llevo uno o dos a la cama. Los hojeo, los releo fragmentariamente, sobre todo, a partir de las notas al margen.

A Mimesis, de Eric Auerbach, le tocó el turno estos días. Y volví a emocionarme con la página final y el certero subrayado. Quiero compartirlo aquí, pero deberán conformarse con una torpe traducción de mi mano, porque la edición de Fondo de Cultura, en la que se encontraron dos exiliados --Auerbach, el autor, y Eugenio Ímaz, el traductor-- la perdí hace mucho tiempo en uno de mis traslados intercontinentales.


[...] las dificultades fueron enormes. En esas circunstancias, tenía que tratar con textos que abarcaban más de tres mil años y, a menudo, me veía obligado a traspasar los confines de mi especialidad, las literaturas romances. Mencionaré también que escribí el libro durante la guerra y en Istambul, donde las bibliotecas no están bien equipadas para los estudios europeos. Las comunicaciones internacionales estaban obstaculizadas; tuve que prescindir de casi todas las revistas, donde se publicaban las investigaciones más recientes y, en algunos casos, de las ediciones críticas más autorizadas de los textos. Por lo tanto, es posible e incluso probable que haya pasado por alto asuntos que habría debido considerar y que, ocasionalmente, afirme algo que la investigación moderna desaprueba o ha modificado. Confío en que estos errores probables no incluyan ninguno que afecte el núcleo  de mis argumentos. La falta de estudios técnicos y de revistas también puede explicar por qué mi libro no tiene notas. Aparte de los textos, mis citas son escasas y, por su escasez, fáciles de incluir dentro del cuerpo del texto. Por otra parte, es muy posible que el libro deba su existencia justamente a esta falta de una copiosa biblioteca especializada. De haberme sido posible la familiaridad con todas las obras que se han realizado sobre tan diversas materias, quizá nunca habría alcanzado el punto de la escritura.
Las negritas corresponden a lo que subrayé hace ya 20 años en el libro de papel.

En el duelo por esa parte de mi biblioteca que, de momento, no está a mi alcance, estas palabras finales de Auerbach me reconfortan.

 Sirven también como punto de partida de una reflexión sobre la necesidad (o la no necesidad) de bibliotecas universales que abarquen todo el saber humano y que no están pensadas para nuestros ojos.

Y como inspiración programática para quienes quieran escribir un libro cuando nos quedemos sin electricidad o sin acceso, que será una de las formas de la guerra posthumana. 

Prometo, a partir de ahora, visitar con más frecuencia el blog. Espero que sigan acompañándome con su siempre bienvenida lectura.

lunes, 1 de agosto de 2011

El próximo Vladimir Propp será un algoritmo


El pasado 13 de julio, en Shangai, unos 840 millones de palabras, contenidas en las páginas amarilleadas de unos 5200 documentos y libros que nunca vieron la imprenta, salieron de las empolvadas cajas de cartón que las guardaban rumbo a su digitalización. Yang Liangcai fue el encargado de la selección, junto a un equipo de expertos. Lo primero que nos dice sobre él el People's Daily Online es que tiene 79 años, porque ser mayor en China inspira confianza y respeto y forma parte de las bazas de un buen curriculum. El anciano Yang es un ex miembro del Partido, no uno cualquiera, porque ejerció como secretario de la Asociación de Arte y Literatura Popular de China y ahora es miembro del Comité de Expertos de un proyecto que pretende el rescate del folklore chino, de sus géneros y tradiciones perdidas en la acelerada urbanización iniciada tras la muerte de Mao.

Estos 840 millones de palabras son tan solo una muestra diminuta, una primera selección. Quedan miles de cajas sin abrir. Muchas de estas palabras están escritas a mano en caligrafía popular; otras, se han trasladado al papel por medio de sellos de madera, una suerte de tipos móviles manuales; otras, más actualizadas, conocieron su fijación por medio del mimeógrafo. Cubren una amplia variedad de géneros: el mito; la leyenda; la narración; el chiste; el cuento de hadas; la balada; los proverbios y la épica. Y dicen que pronto, aunque no se sabe qué es pronto en términos chinos, estarán disponibles online para su acceso irrestricto. No solo las palabras pasarán por el escáner, también las ilustraciones. Los materiales de esta colección se han reunido a través de toda la geografía china, que es vasta, a lo largo de 60 años.

Es folklore contemporáneo, porque la base de datos solo llegará, en esta primera etapa, a cubrir creaciones populares posteriores a 1940, y las lenguas en que se escribieron son minoritarias, pero tendrán sus traducciones al chino mandarín. En una segunda etapa, el gran archivo incluirá documentos de los últimos cien años y grabaciones que reproducen la literatura oral de las minorías étnicas, lingüísticas y sociales. Todo esto sumado, dice Yang el Viejo, será un acervo de cuatro mil millones de palabras. Las compilaciones comenzaron a realizarse en 1984. A Yang le preocupa tanto la publicación, en el sentido de hacer público, de estos materiales como el talento que encierran y reconoce, con tristeza, que si el talento sobra por el lado de la producción popular, falta en filólogos y folkloristas para analizar tanto material.

De todas formas, no hay que preocuparse demasiado, porque Baidu, el buscador oficial chino que quiere competir con Google, vendrá en ayuda de la empresa de reconstrucción del pasado inmediato. Y los 4 mil millones de palabras, en ayuda del buscador.

Uno se pregunta cuánto tiempo tardarán los algoritmos en producir una morfología del relato popular chino. Vladimir Propp encontró 31 funciones y ocho tipos, o actantes, a lo largo de muchos años de estudio de un material menos extenso. ¿Qué encontrarán los algoritmos de Baidu? ¿Y acaso dejarán fuera de su análisis, al igual que hizo Propp, cualquier consideración de tono o de registro? ¿O usarán los miles de millones de palabras solo para venderles publicidad contextual a las minorías étnicas que las produjeron?

El proyecto es fascinante. Especialmente porque si surge un Propp algorítmico, no tenemos por qué perder la esperanza de que llegue su crítico superador, en una reencarnación maquínica de Claude Levi-Strauss.

Debo la primera pista que me hizo llegar a esta información a mi estimado amigo José Afonso Furtado, también conocido como @jafurtado en Twitter.

domingo, 17 de julio de 2011

Dos semanas en la Utopía G+

Shmoo, by Al Capp


Buenos Aires goza, desde 1876, de un periódico en inglés que conoció tiempos mejores y tuvo una circulación más que respetable. En las páginas del Buenos Aires Herald conocí a Li'l Abner, la tira cómica de Al Capp, y a los Shmoo, tal vez la criatura más deliciosa de la zoología fantástica con la que me encontré en la pubertad.

Los Shmoo vivían al cuidado de un pastor, en un valle prohibido a los hombres, en Kentucky, cerca del pueblo de Li'l Abner Yokum, que se llamaba Dogpatch. Li´l Abner los descubre por accidente y los encuentra tan encantadores que, desoyendo las advertencias del pastor, los conduce fuera del valle donde están recluidos. Y no pasa mucho antes de que se produzca una catástrofe económica que pone en peligro los cimientos de la organización social, porque la misma naturaleza de los Shmoon es tan disruptiva que resultan "la más grande amenaza para la humanidad que el mundo jamás haya conocido". Y esa peligrosidad no reside en que sean evil, sino en su intrínseca bondad.

Los Shmoon son amables, no requieren cuidados y adoran a los niños. Su sentimiento filantrópico es parte de su razón de ser. Son comestibles, riquísimos y les hace ilusión convertirse en plato fuerte del menú. Fritos, saben a pollo; grillados, a ternera; asados, a puerco; horneados, a bagre. Y si se los come crudos, son mejores que una ostra recién abierta. Subproductos del Shmoo son la leche, los huevos y la mantequilla, que ponen a disposición de la gente como las gallinas ponen huevos. No tienen huesos y, por tanto, no tienen desperdicio; los ojos sirven como botones y los pelos de sus bigotes como palillos de dientes. Por si esto fuera poco, una vez satisfecha la necesidad básica de alimento, los habitantes de Dogpatch también encuentran en ellos motivo de esparcimiento, porque son muy graciosos, tienen gran sentido del humor y organizan unas shmoomedies que pronto dejan sin sentido al cine y a la televisión. Y no corren peligro de extinción, ¡porque su reproducción es asexuada y casi espontánea!

¡Los Shmoon son una mala noticia para los negocios! Al menos para los negocios tal y como estaban organizados en Dogpatch hasta el día de su aparición.

Google siempre me ha hecho acordar a los Shmoon. Desde aquel comienzo amable de ese buscador que nos mostraba una página en blanco, sin pop-ups ni agregadores de noticias indeseadas, con una ventana límpida que nos devolvía con creces aquello que anotábamos y que provocó el éxodo masivo y su triunfo sin contestación en lo que el New York Times llamó "la guerra de los motores de búsqueda". Google, como otros buscadores, gana su dinero con la publicidad, pero nos molesta poco y a cambio nos da leche y manteca, todo gratis: Gmail, Blogger, GoogleDocs, GoogleSites, GoogleMaps, GoogleEarth, GoogleBookSearch son algunos en una larga lista. Y en ese darnos leche y manteca y shmoomedies, el valor de los contenidos ha caído en picado. Tal y como sucedió con la carne de cerdo en Dogpatch.

Pero nosotros también somos Shmoon, los Shmoon de Google, que pasta en nuestros datos.

Desde que Google abandonó el Valle Prohibido de los Shmoon y reina entre nosotros, muchas cosas han cambiado en Internet. La nueva Utopía que nos propone se llama G+ y es como el canto de los Shmoon que llevó a Li'l Abner a descubrirlos. Ese canto no es una nueva red social;  es una invitación casi ineludible a que nos traslademos, definitivamente, a la Nube. Será un redescubrimiento. Su melodía está compuesta por notas tan "filantrópicas" como el ADN de las criaturas fantásticas de Al Capp. Por ejemplo, la posesión de nuestros datos, de nuestros prados. Nuestros datos son mucho más valiosos que nuestros contenidos.

¡Google (y G+) es una mala noticia para los negocios!, canta el coro de los medios y, en tanto medios, tienen razón, si no logran imaginar otra manera de hacer negocios.

EL FIN DE LAS UTOPÍAS

Siempre llega, hasta en sátiras como la de Al Capp. Y ahora debo contar la historia muy triste de cómo se extinguieron los Shmoo.

En Dogpatch vivía J. Roaringham Fatback, también conocido como el Rey de los Cerdos, quien vio sus intereses seriamente dañados por la sorpresiva disrupción shmoo. El Rey de los Cerdos, además, tenía muy pocas pulgas, y era de esos seres industriosos capaces de mandar derruir la casa del vecino si esta le hacía sombra al periódico que leía con su desayuno. Imaginad la indignación que acumuló en poco tiempo contra los Shmoo. En especial cuando se desató la Crisis de los Shmoo y nadie lograba vender nada y todo a su alrededor se parecía demasiado al Gran Crack de Wall Street de 1929. Como era un hombre de acción y no estaba dispuesto a ver fundidos los cimientos de la sociedad en la que él era rey (de los cerdos, concedido, pero rey al fin), organizó los Escuadrones del Shmooicidio, que con armas de fuego acabaron con la vida de cuanto ejemplar de Shmoo encontraron a su paso.

Esto sucedía en diciembre de 1948 y es muy probable que se haya debido a que Al Capp vio cómo la historia se le iba de las manos, no supo bien cómo continuarla y recurrió al viejo remedio de matar lo que nos supera.

Quienes hoy tampoco saben cómo continuar sus historias proponen leyes como las llamadas Hadopi, González-Sinde o Lleras. Una de las armas de fuego que usan es un viejísimo fusil llamado copyright, cuyos cimientos están fundiéndose pero que presentan con los trazos inconmovibles de las Tablas de la Ley. Monopolios movilizados contra monopolios que no entienden o no les pertenecen o son nuevos. Hay otros escuadrones en esta nueva Crisis de los Shmoon, pero este blog solo trata de libros, de la palabra y de su digitalización.

G+ tiene mucho menos de novedad que de profundización de un modelo de negocio en el cual Google redobla la apuesta por la disrupción. Es un salto adelante que no logrará dar sin las pasturas de nuestros datos, en las que se alimenta, pero que deja elegantemente a nuestra disposición. Nosotros, por nuestro lado, tenemos derecho a exigirle algo más.

Pero no debemos olvidar que en esta historia, aunque Google sea el Gran Shmoo, todos nosotros y nuestros datos formamos parte de la raza Shmoo.

miércoles, 13 de julio de 2011

Casa del Libro abjura del DRM

(cc) Toni Lozano

    El pasado 24 de marzo, Enrique Dans publicaba en su blog el relato pormenorizado de su frustrado intento de compra de un ebook en Casa del Libro, que cerraba con esta frase: "Con tu actitud y tu DRM te lo comas". Ese texto, convenientemente apaisado y subrayado, forma parte de la quinta diapositiva de la presentación con la que Casa del Libro trata en estos días de reclutar editores para su plataforma de ecommerce, a la que rebautiza ecosistema de lectura.

    A un año del lanzamiento oficial de Libranda, Casa del Libro, que es una de sus librerías asociadas, reconoce en esta presentación que han sido responsables de la mala experiencia de compra de sus clientes y Enrique Dans les sirve como testigo de cargo de esas penurias. El DRM de Adobe, adoptado por Libranda e impuesto a todos los editores y libreros que se unan a la plataforma de distribución española, resulta imputado con semiplena prueba y, como tal, se lo elimina del nuevo proyecto. En él, Casa del Libro se propone como la chumacera alrededor de la cual girarán todos los ejes del universo libro en español. Los "especialistas" capaces de articular el cambio de paradigma. Libro nuevo, libro usado, impresión bajo demanda y ebooks serán las aspas del molino que moverá las aguas.

    La demolición de ADE y el DRM en lo que respecta a los ebooks es tan minuciosa y contundente que uno se pregunta qué argumentos le deja Casa del Libro a Libranda para seguir proponiendo su fórmula al resto de los libreros asociados, esos que no cuentan con Planeta como accionista mayoritario y no se pueden permitir inversiones descabelladas en el desarrollo de un motor de lectura (o ecosistema) que permita experiencias de compra y de lectura no traumáticas.

    UNA ESTRATEGIA NUEVA

    Que pasa, obviamente, por la nube. Un motor de lectura que permita acceder a los libros online y offline. Tanto en formato ePub como en .pdf. En cualquier dispositivo. ¿Les suena familiar? Compra con un solo click, sin necesidad del doble registro al que se verá obligado el resto de libreros que trabaje con Libranda y el DRM de Adobe. Sincronización del punto de lectura en todos los dispositivos; posibilidad de anotaciones y subrayados. Lectura social, faltaría más, y el consiguiente informe sobre los hábitos de los lectores, un servicio que ninguna otra librería española podrá dar a los editores, a menos que hayan licenciado The Copia. Y como yo me lo guiso y me lo como, integración con la comunidad de lectores de Libro de Arena, propiedad de Casa del Libro. Una comunidad bastante magra y poco espontánea, de momento.

    La seguridad de los contenidos bajo copyright se cifra en SSL, que la presentación describe así: "proceso altamente complejo para descifrar. Disuasorio para aquellos 'no piratas' y para los que lo son lo seguirán cogiendo de la red" [textual, amigo lector, pero el énfasis es mío]. Para poner de relieve la importancia de la cadena de librerías, una afirmación desconcertante: "venta de ebooks en el canal físico mediante tarjetas descargas". ¿En qué quedamos? Y por prometer, que no quede: la misma experiencia de lectura con ePub y con .pdf, de manera que el editor no tenga que gastar en conversiones y ponga a disposición cuantos fondos pueda, en el menor tiempo posible.

    ¿Desde dónde se harán efectivas todas estas funciones? La presentación no lo aclara, pero es de suponer que se tratará de una webapp, lo que preanuncia serios problemas de gestión desde dispositivos móviles como los teléfonos inteligentes, por ejemplo. Y una pregunta que no parecen plantearse, ¿cómo accede a ella un lector cuyo dispositivo no tenga incorporado un navegador, por rudimentario que sea? Aunque puedo equivocarme y sea que, en realidad, Casa del Libro esté embarcada en el desarrollo de un motor de lectura basado en HTML5, en cuyo caso debería al menos mencionar las futuras apps para sistemas operativos como Android, iOS o RIM. En el contexto de esta presentación, la frase acuñada por Arthur C. Clarke se invierte y la magia se hace indistinguible de la tecnología. Especialmente cuando se trata de evangelizar a editores a quienes se les supone una supina ignorancia digital.

    El tono es urgente, casi acuciante. Tanto así que se tragan las palabras ¿Será porque le han visto las orejas al lobo? A juzgar por esta frase, que copio textualmente, parece que sí:
    Primer actor nacional que apuesta los ebooks. Evitar todo el peso de las ventas caiga en pocos actores internacionales (Amazon, Apple, Google).
    Bienvenida la inciativa. Ahora bien, ¿no sería conveniente empezar a hacer las cosas bien para ser realmente competitivos? Empezando por encargar también las presentaciones a profesionales.

    Y un consejo: si en estos momentos todavía fuera la dueña de una editorial, suspendería la firma de cualquier tipo de contrato en exclusividad con cualquier actor de la distribución digital que viniera a exigírmelo. Mejor quedar a la intemperie que dentro de una cárcel de adobe.

    lunes, 4 de julio de 2011

    Fijémonos en el precio

    Ya está a la venta el nº 15 de la revista Trama y texturas, que todavía no he visto, porque el ejemplar que me ha enviado Manuel Ortuño, su editor, todavía está cruzando la Mar Océana.

    Esta publicación merecería tener una versión en línea, porque es uno de los pocos espacios de reflexión de los profesionales del sector, tanto del ámbito hispánico como de fuera, y ayudaría a estructurar los temas que nos preocupan a ambos lados del charco.

    Mientras esperamos esa simultaneidad de lecturas, y a pedido de varios colegas, comparto aquí un enlace a mi artículo "De eso no se habla", que aparece en este número. Son unos pensamientos fragmentarios sobre el tan silenciado tema del precio fijo de los libros y el mito del fomento de la diversidad cultural.

    Me gustaría que el blog sirviera para abrir una discusión sobre el tema, de manera que los comenarios, como siempre, son más que bienvenidos.

    Espero que lo disfruten y que se suscriban a Tramas y texturas, aunque el proceso es complicado de momento. Algún día, los editores aprenderemos que el desarrollo de una buena experiencia de usuario es tan importante como la elección de la tipografía adecuada.

    domingo, 3 de julio de 2011

    Los lectores leen

    Y mi mamá me mima, según Norman Rockwell.


    Quien no lo crea, que le pregunte a Jeff Bezos.

    El rey del ecommerce no es neurolingüista, pero conoce a sus clientes como nadie y está más que dispuesto a que Amazon sea el castillo inexpugnable de un futuro cercano, para el cual predice que "la mayoría de los libros vendidos en el planeta serán digitales". Jeff Bezos es un innovador, no un revolucionario. Y le va bien.

    La industria editorial supo tener innovadores. Allen Lane, el fundador de Penguin, fue uno de ellos. A tal punto que cuando hoy decimos "libro" no imaginamos inmediatamente ni el preterido códice ni la Biblia Regia que imprimió Cristóbal Plantino en Amberes, a cuyas cajas contribuyó no pocos tipos la imprenta de Alcalá de Henares. Cuando hoy decimos "libro", y sobre todo cuando hablamos de la crisis en la que está inmerso, lo que vemos es el libro reinventado por Allen Lane en 1936; la linotipia que remplazó a los tipos móviles de Gutenberg; la tipografía que Eric Gill inventó para esas máquinas; las normas de estilo que pergeñó después Jan Tschichold para Penguin y, sobre todo, aquellas tiradas iniciales de 50 mil ejemplares de buena literatura bien editada, al alcance de la mano y al alcance del bolsillo, porque Lane sabía que los libros, para venderse como rosquillas, no debían superar el precio de un paquete de cigarrillos.

    Ese es el modelo en crisis, no por el advenimiento de las nuevas tecnologías, sino por una sobre explotación que lo desvirtuó.Y Penguin es hoy Penguin Ltd. y no tiene ningún Allen Lane, aunque tiene al muy festejado John Makinson.

    Si yo cultivara brócoli en épocas de Internet y se hubiese vuelto muy caro poner el brócoli al alcance de mi público vegan, en lo último que pensaría es en cambiar la estructura molecular de la hortaliza como solución al problema. Pero como los libros son un artefacto, esto es, son de nuestra invención y fábrica, hace falta mucha disciplina para no empezar la casa por el tejado.

    Para empezar la casa por el tejado, ante la crisis del modelo de negocio editorial renovado en los años 30, basta preguntarse si acaso no se deberá a que los lectores no quieren leer. Así, en una entrevista de la BBC, cuya trascripción parcial encontrarán aquí, Makinson no reinventa la industria, como hizo Lane, sino el libro mismo. Los libros se transforman, en su discurso, en "pasarelas", en puentes transitorios que nos llevan a las niminedades y las charlas amenas que, en definitiva, es lo que quiere ese lector conjeturado en los salones endogámicos de la edición.

    "No espero --dice-- que los lectores abran un libro de Jane Austen en la primera página y vayan hasta la página 300 para después cerrarlo."

    Además de esperar que abran también otros libros, tanto o más valiosos, mi humilde experiencia de lectora omnívora me dice que nunca se leyó así, a menos que uno estuviera convaleciente de algún grave mal.

    Makinson sigue: "Pienso que harán pequeños viajes hacia otros medios y otras conversaciones y que querrán investigar acerca de los pasos de baile o las recetas de cocina de la época o buscar en línea quién es Jane Austen o hablar con sus amigos sobre la experiencia de leerla."

    Esto y quitarle a la ficción narrativa toda su capacidad de crear mundo, tal vez el motivo principal por el cual se ha leído a autores como Jane Austen hasta el día de hoy, es lo mismo. Y dicho por un editor.

    El código nos ha entregado otras herramientas para crear mundo, que debemos explorar e investigar. Un ejemplo es Second Life , y también FarmVille. Ahora bien, nosotros somos traficantes de palabras, un objeto previo al código y que lo habilita; así como el horticultor es traficante de brócoli, un objeto previo que hace posible la receta vegan.

    El pesimismo barroco de editores como John Makinson contrasta con el pragmatismo de los innovadores a quienes tanto tememos. Cuando Dominique Nora le pregunta, en la entrevista aparecida en el Nouvel Observateur el 22 de junio, sobre el futuro de los libros enjaezados y de los transmedia, Bezos dice:
    Es posible que se creen nuevas formas de libros multimedia, pero no para la ficción. La concepción de la literatura depende del cerebro humano, no de la forma en que se la distribuye. Me sorprendería mucho si la forma en que leemos textos largos --novelas, historia, biografías-- se transformara.
    Que sí, que los lectores leen. Y leen por razones que nos son desconocidas y que no se agotan en el entretenimiento ni en la información.

    viernes, 24 de junio de 2011

    El catálogo de Eudeba se desmaterializa


    Con dos meses de retraso, ya que el lanzamiento se había previsto para la Feria del Libro de Buenos Aires, Eudeba abrió hoy sus puertas a la tienda donde ofrecerá obras digitalizadas de su catálogo de 700 títulos. A la hora de escribir estas líneas, el sitio no parecía activado, como lo muestra la captura de pantalla que encabeza este post. Aunque esta lectora hubiese agradecido algún tipo de mensaje, incluso el frustrante de "sitio en construcción", como conoce las prisas con la que se ha dado este bienvenido paso hacia la digitalización de contenidos académicos está dispuesta a perdonarlo todo.

    Hacia las Navidades de 2010, el equipo de Eudeba decidió poner en marcha un ambicioso proyecto, que incluía la implementación de un workflow XML-First que permitiría la salida a varios canales de comercialización, incluyendo el papel, con una racionalización de los procesos editoriales única tal vez en el mundo de habla hispana. A esta decisión se agregaba otra, tal vez contradictoria para quienes están familiarizados con cambios tan radicales: los resultados debían estar listos y en pleno funcionamiento para la inauguración de la 37ª edición de la Feria. Un desafío que pocos profesionales se hubiesen atrevido a aceptar.

    No fue para la Feria, pero ya es suficiente mérito que en solo seis meses estuvieran en condiciones de anunciar la comercialización de 30 títulos de su extenso catálogo. Eudeba ha tomado la sabia decisión de que las tesis universitarias, cuya investigación ha sido pagada con dineros públicos, se comercialicen bajo licencias de Creative Commons y sin DRM. Las obras bajo copyright seguirán otro camino.


    Esta empresa mixta en la que la Universidad de Buenos Aires juega un papel fundamental, ha montado su plataforma de e-commerce sobre Drupal, un CMS open-source, en consonancia con la decisión del Gobierno Nacional, que declaró el año pasado "política de Estado" el código abierto.

    Tal vez, la mayor novedad de este anuncio sea el acuerdo de la UBA con Grammata, empresa española que comercializa el dispositivo dedicado Papyre (una de las muchas versiones del Alex eReader, de Spring Design). Eudeba se compromete a promocionar este dispositivo lector a través de precios con descuentos especiales para toda la familia UBA: estudiantes, cuerpo docentes y no docente. Por si los 1400 pesos resultan inalcanzables para parte de ese público objetivo, la oferta incluye créditos al consumo del Banco de Santander. Y para cerrar el paquete de este convite, Papyre ofrece sus eReaders ya cargados con 600 títulos, todos en el dominio público y fácilmente hallables para su descarga o lectura gratuita online desde hace tiempo.

    Termino esta entrada sin haber podido entrar a la nueva plataforma digital de Eudeba.

    Eppur si muove.

    jueves, 7 de abril de 2011

    ¿Hay que seguir llamándolos libros?



    Se va imponiendo lo de llamar "enjaezadas" a esas versiones electrónicas de libros pensados, concebidos y escritos como los libros de toda la vida, con el único agregado de algún video y materiales premium que justifiquen, más a ojos del editor que del lector, unas tecnologías que tal vez hayan llegado para proponernos otra cosa.

    Gracias a Shane Richards, editor de tecnología del Telegraph, he encontrado esta versión animada que HarperCollins encargó para lo que antes llamábamos portada y portadilla del último libro de James Gleick. Sí, ese mismo. El que popularizó la teoría del caos allá por los años 80. La editorial encargó 12 videos a los alumnos del Central St Martin College of Art and Design de Londres y el resultado, como casi todo el diseño que viene de la capital británica, es espectacular. El título: The Information. Y sí, Gleick se propone, esta vez, popularizar una teoría de la información. Algo aun más caótico que el caos mismo.

    En su libro, que fue concebido, pensado y escrito con el paradigma texto como centro, Gleick dice estar interesado en la forma en que producimos y compartimos información, pero no en las tendencias de corto plazo. Que si creemos que Facebook es importante andamos mal encaminados. Que lo importante son los cambios que se producen cuando podemos comunicarnos a esa escala y con una inmeditez antes desconocida. En un libro cuyo título es The information, ¿qué agregan en materia de información, aparte del elemento decorativo, los videos que lo enjaezan? ¿Son estas animaciones algo más novedoso en nuestra comunicación que las iluminaciones de los manuscritos medievales?

    Sin duda, el libro electrónico y la oportunidad que ofrece de incorporar otras formas discursivas dará mucho juego en los títulos de no ficción. Pero, ¿qué lugar ocupan las "iluminaciones" encargadas por el editor en la teoría de la información de Gleick? ¿Son de verdad una nueva manera de comunicarnos?

    Y una pregunta, ¿debemos seguir llamándolos libros o solo lo hacemos por pereza intelectual?

    lunes, 28 de febrero de 2011

    Si la letra con sangre entra

    Avenida de la Revolución, 313 DF

    Me llega a través de @libreros, la cuenta de Roger Michelena en Twitter, esta foto de una publicidad de librerías Gandhi en ciudad de México. Más que una publicidad, un comentario desde la desesperación.

    Aquí, el stream de Yfrog donde apareció.

    Libros y libreros en la Antigüedad (y en Zaragoza)

    Hay libros, como éste, que leo durante el desayuno.

    Opinan algunos doctores que el incendio de la Biblioteca de Alejandría, o su paulatina destrucción como es más propio decirlo, no fue tal desgracia, y que, si llega a conservarse íntegro el acervo de los antiguos, ni la Antigüedad nos parecería tan estimable, ni acaso nos dejaría pensar por nuestra cuenta. Ya se ha dicho todo.

    Curioso colofón ha elegido Francisco Javier Jiménez para esta plaqueta de Alfonso Reyes que acaba de publicar en Madrid, en línea con otros libros que hablan de libros en su catálogo como, por ejemplo, el muy festejado de Jesús Marchamalo, Tocar los libros. Y digo curioso porque el colofón solía ser el sitio de lucimiento del impresor y del tipógrafo, de los artesanos que habían hecho posible la lectura de la palabra. Pero Francisco Javier, editor artesanal que hace libros preciosos, le ha cedido protagonismo nada más y nada menos que al autor del libro, porque la frase es, también, de Alfonso Reyes.

    No solo Dios y el Diablo viven en los detalles. La anomalía del colofón que cierra esta edición de Fórcola es un detalle, diminuto, donde habita una realidad: estamos en medio de un cambio de paradigma que cuestiona todos los lugares consagrados y consagratorios, esos que parecían inamovibles: el del autor, el del lector, el del editor y el del librero, estos dos últimos, agentes necesarios que ponen en contacto a los dos primeros. Del férreo aparato de logística que habilita o imposibilita esa circulación, no escribiré hoy aquí.

    Libros y libreros en la Antigüedad es otra anomalía. Un mashup de los años 50, en el cual el gran ensayista y traductor mexicano hace una refundición de otro texto, el del británico H. L. Pinner, The World of Books in Classical Antiquity. No porque las refundiciones no hayan sido siempre columna vertebral de la transmisión de la cultura y estén en la base de la construcción de altas reputaciones en el mundo de letras, sino porque las ansiedades del cambio de paradigma tal vez no habrían sido tan lenientes con Alfonso Reyes en estos días. Editores de postín, como Jaume Vallcorba, no vacilarían en llamarlo bloguero, con esa voz aguda que solo se destila en el alambique del desdén, y el nuevo algoritmo de Google tal vez condenaría Libros y libreros a la oscuridad, acusándolo de ser un mero agregador de noticias que ha encontrado en otra parte.

    Libros y libreros en la Antigüedad es, sin embargo, una delicia. Y muchas de sus páginas iluminan la situación actual del mundo del libro, que ni siquiera llegó a imaginar, pero cuyos muchos males nos atormentan desde los tiempos de la Biblioteca de Alejandría. Con Alfonso Reyes, festejo también la destrucción de aquellos muchos libros que por entonces habíamos logrado acumular, con esa irresponsabilidad que nos caracteriza cuando se trata de incorporar un nuevo objeto al mundo, irresponsabilidad a la que tanto le temía Hannah Arendt.

    En el capítulo titulado "Comercio del libro entre los griegos", apunta don Alfonso:
    Más florece la literatura de un pueblo, más se ensancha el círculo de sus escritores y sus lectores, y menos directo es el contacto entre el creador de la obra y el que la recibe. En vez del auditorio, aparece el lector, y en vez de las copias domésticas, sobrevienen las reproducciones comerciales, el verdadero libro en suma. El librero surge como intermediario. El comercio del libro es tan viejo como el libro mismo. Para decirlo de modo anacrónico, el librero comenzó por ser a un tiempo manufacturero, editor y vendedor al menudeo. El desarrollo de la literatura y su tráfico determinan la división de labores, separando al editor (que en la Antigüedad era también productor material, abuelo del impresor) y al vendedor, que compraba a los editores y revendía a los lectores. [el énfasis es todo mío].

    De manera que los más de 120 colegas, libreros y amigos reunidos en Zaragoza la semana pasada alrededor de la convocatoria de Paco Goyanes, esforzado responsable de la maña librería Cálamo, no son más que eso, "comerciantes", con todo el respeto. A los editores de antaño, como Víctor Seix, co fundador de Seix-Barral, de grata memoria, no se les caían los anillos por apuntar, en las escrituras de constitución de sus emprendimientos, que eran vecinos de Barcelona y de profesión, comerciantes. Tal vez porque los hombres siempre hemos sabido que solo el comercio nos dignifica, nos lima, y nos hace tolerantes. Los plañidos de muchos de los participantes, que tanto Twitter como la prensa han reproducido, su obsesión por ocupar una centralidad cultural que haga olvidar su condición última de intermediario que lucra con la creación ajena y el disfrute de los otros, también es un detalle donde habita el insoslayable cambio de paradigma, aunque su función sea la de tender una cortina de humo que los aparte de la realidad.

    Francisco Javier estuvo en Zaragoza y tuiteó lo que pudo y como pudo, hasta caer en la cuenta de que su conciencia dependía en exceso de las baterías de su iPhone. También estuvo allí Alejandro Katz, que no le hace ascos a la lucidez y sabe que la creación cultural, una vez puesta en el mercado, se transforma en mercancía. Y Valeria Bergali, cuyos libros me gustan más que sus ideas, como la escritura de Virginia Woolf siempre me gustó más que sus tinglados teóricos. Y la gente de Laie, la más sobria de entre todos los libreros, tal vez porque sean los que están haciendo algo diferente, los que se han dado cuenta de que el único pensamiento que merece ese nombre es el que se realiza en la acción.

    Pensódromo 21, "Pequeños editores, retos enormes", donde se profundiza y abunda en la perspectiva de los modelos de negocio posibles y se entra al trapo en las falacias allí desgranadas por varios. Otro post indispensable, cuya lectura es un placer intelectual, es que Álvaro Vargas Llosa le dedica Jaume Vallcorba en su blog El hilo digital. Y solo para constatar que la gente de Laie trabaja y trabaja bien, sin resignación y sin alharaca, el post "Otra mirada, digital".

    Y, por supuesto, una encendida recomendación de Libros y libreros en la Antigüedad. Se lee durante un solo desayuno, como el periódico, pero uno queda más satisfecho y mejor informado sobre qué es este mundo de los libros y de todos los cambios de paradigma que sufrió y sufrirá, sin que por ello hayan peligrado ni la palabra, ni los autores. Que esto es un negocio, señores, y para hacer negocios hay que alcanzar la edad adulta.

    martes, 22 de febrero de 2011

    En busca del rostro elusivo del lector

    Figurillas cicládicas del tardío neolítico. Museo Smithonian.
    Que los editores no saben quiénes son los lectores de los los libros que publican no es un tema nuevo en el blog. Ese conocimiento se detiene a las puertas de la librería, que es el cliente último del que tiene conciencia la empresa editorial. Las puertas se traspasan solo para colocar, si el librero los deja o el distribuidor lo impone, el material promocional de punto de venta: un recurso de gran consumo que igualó los libros a los detergentes hace ya más de tres lustros, y del cual eché mano en mi condición de editora tan temprano como en 1992.

    Una típica estrategia de modelo de negocio B2B, a la cual se le fueron acotando los espacios mientras  se multiplicaba la cantidad de nuevos títulos publicados. Con la llegada de los ebooks, mucho se habló de que los editores debían cambiarla por una que llegara directamente al consumidor, que no es otro que el lector desconocido. Tal vez sea Mike Shatzkin quien se quede con los laureles de haber impuesto la idea en el imaginario editorial global. Sin embargo, los hechos muestran que por mucha desintermediación que traiga consigo Internet, los libros de interés general, que hemos venido a llamar de trade a falta de reflexiones propias que enriquezcan el vocabulario, siguen siendo objeto de la intermediación.

    ¿Cómo es el lector? Amazon lo sabe mejor que nadie a través de su sistema de lectura Kindle, pero en materia de información, mucho más da una piedra. Algo saben otras API, no relacionadas con la comercialización sino con la socialización de la lectura, como, por ejemplo, LibraryThing, Goodreads y aNobii o, en España, Entrelectores, cuyo valor estratégico tal vez surja claramente cuando los editores empiecen a vislumbrar que necesitan presencia allí donde sus lectores se reúnen. También Barnes&Noble sabe muchas cosas gracias al Nook. Apple y su iBookstore son depositarios de valiosos secretos sobre el lector, pero de su mano más puede esperarse el castigo que cualquier cosa de utilidad. Y Google, bueno, Google sabe tantísimas cosas que está más cerca de ser la nueva mente de Dios que un socio comercial de editores.

    El 16 de febrero pasado, Kobo, la tienda canadiense de ebooks, que afirma tener 2 millones de usuarios en todo el mundo y un catálogo de muchos más títulos, nos dio la sorpresa de compartir algunas de las conclusiones a las que ha llegado tratando con los lectores en la intimidad casi promiscua de los sistemas de lectura digitales. Michael Tamblyn, en una charla de 20 minutos durante la conferencia editorial que cada año organiza la editorial O'Reilly en Nueva York, Tools of Change, desgranó datos puros y duros sobre quienes se han pasado a la lectura en pantallas.

    CUATRO PERFILES, COMO PATAS TIENE UNA SILLA

    Captura de imagen de la presentación de Michael Tamblyn en TOC 2011

    ¿Que sabe Kobo sobre estos cuatro tipos de lectores que ha logrado identificar mediante el análisis de los datos de su API y según parámetros de hábitos, gasto mensual, horarios de lectura, género favorito, etc? Algunas cosas más de las que podemos imaginar sin herramientas.

    Empezando desde la izquierda, los lectores de ebooks son estos y son así:

    * Golden A. La señora canosa de gafas cancherísimas es feliz poseedora de un lector de tinta electrónica. En su primera compra en la tienda de Kobo, se dejó 35 dólares en libros; gasta otros veinticinco en las siguientes visitas y visita la tienda 7 veces al mes. Es una lectora voraz, continua e incansable de ficción. Todos los contenidos que consume son de pago. Los lectores Goden A tienden a gastar cada vez más en ebooks: quienes se iniciaron a mediados del 2010 gastaron un 35 % más que quienes lo hicieron a fines del 2009. Esto se debe, en opinión de Tamblyn, a que las aplicaciones, los dispositivos y el marketing mejoraron notablemente en ese período, pero también a que la oferta de títulos ofertados creció. Todo esto redundó en mejores clientes.

    * iPad afluyente. Lejos de la máquina de leer Golden A, el joven de la sonrisa estereotipada es, sin embargo, un buen cliente (y suponemos que Kobo está muy preocupado de perderlo a causa de las políticas restrictivas con apps de terceros que Apple pondrá en práctica a partir de junio próximo). En su primera visita a la tienda Kobo gastó 22 dólares, para alcanzar luego un promedio de 16,5 dólares y unas 4,5 compras al mes. Es un Golden B. Su pauta de conducta lectora es muy diferente o tal vez solo lo sepamos porque la app de Kobo para iPad, ReadingLife, tiene algunas características sociales que permiten otro tipo de seguimiento y que, por su sola existencia, cambian la experiencia lectora. Desde la app Reading Life, puede compartir anotaciones en Facebook y recibir premios de acuerdo a los horarios y sitios de lectura (por la mañana en el transporte público; en la pausa del almuerzo; en la cama antes de dormir). El poseedor de una iPad lee mucho más por la mañana y abandona los libros a partir de la primera copa del atardecer. Sin embargo, quienes leen por la noche le dedican más horas, aunque avanzan menos rápido. El horario de compra de libros del iPad afluyente es de ocho de la tarde a medianoche y el 90 % de los contenidos que consume es de pago.

    * Bronce E. La morena lee en pantallas pequeñas o, para ser claros, en teléfonos inteligentes. Es el segmento más numeroso entre los lectores de ebooks, pero hay alguna relación entre la pequeñez de la pantalla y el nivel de tolerancia de precios. En una primera visita gasta 15 dólares y en las siguientes 11, pero solo aparece por la tienda una vez al mes. Sus géneros de preferencia son la novela romántica y de fantasía. Hay entre ellos un gran nomadismo en cuanto a sistemas de lectura y no son fieles a una tienda. Los usuarios de iPhone suelen ser más nómades que los de teléfonos con Android, quienes también gastan algo más, aunque los porcentajes de contenidos de pago y gratuitos están equilibrados.

    * El freegan. No hay manera de que gaste nada en libros, aunque lee mucho. Visita la tienda desde la Red y es posible que lea en multitud de dispositivos, desde el desktop hasta el teléfono. No todos los que leen los contenidos gratuitos que ofrece la tienda de Kobo son Freegans. Muchos eligen contenidos gratuitos para iniciarse en la lectura electrónica. Otros, son fanáticos de Jane Austen, cuyas obras, que están en el dominio público, no tienen que pagar. Pero cuando alguien elige por novena vez consecutiva un libro gratuito, se está frente a un irrecuperable, porque además son impermeables a cualquier oferta, hasta a las de 99 centavos.

    Entre los rostros misteriosos de las figurillas cicládicas y esta cruda descripción del perfil de los lectores se alza una cuestión, que merece reflexión aparte y un post propio: ¿cuánta privacidad estamos dispuestos a perder a cambio de la satisfacción inmediata de nuestros caprichos de lectura?

    Y otra más, ¿el nuevo librero, el librero cibernético, se transformará en un cientista social gracias al código de su API que tanto necesitan los editores para vender sus ebook?

    miércoles, 19 de enero de 2011

    El Fisiólogo o Nuevo bestiario del libro digital

    El Unicornio no fue un corcel

    En las traducciones renacentistas del Libro, apareció un animal fabuloso en el lugar ocupado por el búfalo. Así, en el salmo 92 (91):11 de la traducción de Casiodoro de Reina, leemos:
    Y tú ensalzaste mi cuerno como de unicornio, fui ungido con olio verde.
    Cuando el Fisiólogo escribió su bestiario, tal vez en Alejandría hacia fines del siglo segundo o comienzos del tercero de la era común, los misterios mediterráneos estaban siendo polinizados por una nueva imaginería que, algunos siglos más tarde, reconoceríamos como "cristiana". En sus páginas encontramos la primera descripción del unicornio, que dice así:
    Es un animal pequeño, parecido al cabrito, pero muy feroz.
    Las especies de la fauna fantástica siempre vivieron en los libros, pero desde el 18 de enero de 2011, los libros cuentan con su propio bestiario. El Fisiólogo es Joseph Esposito, veterano de la industria editorial que propone en Scholarly Kitchen, la siguiente clasificación:

    Libros institucionales: es un libro que se desarrolla alrededor del concepto de facsimilar y, por tanto, retiene algunas de las características arquitecturales de la palabra escrita. Se nos presenta como .pdf y, aunque nos mofemos de él en estos tiempos 2.0, está aquí para quedarse. Por dos motivos. La fijación del texto que el formato garantiza, como una institución, y los costes asombrosos de la digitalización dinámica.

    Libros clásicos: es el libro digital que plasma una de las virtudes primarias del libro impreso: su capacidad de desaparecer de nuestra conciencia mientras nos concentramos en el texto. Se nos presenta, la mayoría de las veces, como .epub y puede tener algunas características ausentes en su antecesor como, por ejemplo, un diccionario incluido. Una subespecie exitosa en el hábitat es .mobi, en su versión para Kindle.
    Es pequeño, como un cabrito sin destetar, pero feroz. Es la especie que ha tomado por asalto a la industria editorial tradicional.

    Libros enjaezados (robo la expresión a Juan José Díez): es un libro "enriquecido" que entró en el imaginario editorial de la mano del iPad de Apple y de los sueños de negocios pingües en territorio ajeno y desconocido. Los libros enjaezados no se conforman con transportar el texto, deben tener audio, video y algunas simulaciones. Los libros enjaezados también se presentan como apps en los stores, pero son todos del mismo genus. Aquí estamos ante un caso en que natura facit saltus, porque los autores de estos libros no son autores sino desarrolladores. Y los lectores, usuarios o consumidores.

    Libros musculosos (o libros cachas): es el libro que pertenece a una subespecie del libro clásico y en el cual la lectura se concibe como un partido de rugby entre el texto, el contexto y el presunto lector. Su hábitat, por el momento, son las universidades y su subproducto, los papers de los graduandos.

    Libros sociales: es un libro que el Fisiólogo no está seguro de incluir en su taxonomía fantástica. Para entender las dudas del Fisiólogo basta con preguntarse si Wikipedia puede considerarse un libro. Pero hasta que se pinche la burbuja de Facebook, hay que vigilar su desarrollo.

    Libros staccati (o coitus interrumptus): es el libro que viene de China y de Japón, cuya escritura ideogramática les ha dado ventaja, por primera vez en más de dos mil años, sobre la alfabética. Se presentan en la pantalla de los teléfonos móviles, un capítulo por viaje de metro. Así como el libro social se corresponde con la cultura Facebook, el libro staccato tiene su equivalente no libresco en los 140 caracteres de Twitter.

    Honrada la sabiduría del Fisiólogo, quiero proponer una séptima categoría, que amenaza con impedir la evolución armónica de esta nueva ecología. Es el libro converso.

    Libros conversos: es el libro arrepentido, aunque no sabrá de su arrepentimiento hasta después de la conversión. Se producen y reproducen en la India y en cualquier otro suburbio del mundo donde todavía exista el trabajo esclavo, para disfrute de los suburbios donde la esclavitud ha sido abolida. Es un libro que hizo su vida en el papel y cuyo dueño (del copyright, se entiende) quiere, a toda costa pero sin convicción, sumarse al asalto del libro clásico. Con absoluto desprecio de las características que lo convirtieron en libro en su etapa anterior de evolución, los dueños del copyright de este libro quieren una rápida conversión a .epub o a .mobi, para entrar en la iglesia. Son el fast-food del universo digital. Son los libros que generarán la ira del lector, que se sentirá estafado en su buena fe, y son la infantería del statu quo. Son legión.

    En los tiempos del primer Fisiólogo, en Alejandría, todavía no se daban las conversiones masivas, que llegaron con el cuarto siglo. En tiempos de Joseph Esposito, en cambio, sí se dan. Pero lean su artículo. Vale la pena.

    domingo, 9 de enero de 2011

    ¿Quién es el dueño de tus libros digitales?

    Time Code. Trembl Alumni

    No eres tú.

    Y porque no eres tú, todas las reclamaciones para que el precio de los libros digitales, tal y como hoy los concibe la industria, iguale al cero están justificadas y no desaparecerán por el arte de la magia legislativa del falso legislador.

    Hay algo trágico en esta tensión. De antiguo, el que nos contaba las historias alrededor del fuego fue dispensado de cortar la leña y de acarrear el agua, porque era quien nos dotaba de sentido cuando volvíamos cansados de la lucha por la vida, que no entendíamos. Cuando de la leña hicimos papel y de la inscripción, imprenta, cuando dejamos de reunirnos bajo el árbol a escuchar las historias --cuando nos volvimos alfabetizados, individualizados, industrializados, aislados tras densos cortinados-- y quienes tenían la exclusiva de la máquina de reproducir historias se creyeron los dioses del sentido y se olvidaron de la supervivencia del contador de cuentos, hubo que legislar. El derecho de autor, ese pequeño porcentaje que los dueños de las máquinas de reproducir están obligados a pagarle al que contribuye con las historias, sustituye a aquella vieja dispensa, alrededor de la cual siempre hubo consenso entre los hombres.

    Las historias, materializadas en la matera (en la pulpa de papel obtenida de los bosques) se podían poseer en ausencia de quien las contaba, y hasta podíamos conversar con los muertos. Por esa posesión, le pagábamos al materializador que las reproducía, quien a su vez debía proveer los medios de subsistencia al hacedor de sentido, que conocemos por autor. No fue una solución ideal, ni universal, ni mucho menos eterna. Como todas las leyes de los hombres, respondió a ciertas condiciones de producción.

    Y resulta que ahora el libro hecho de matera, está en pleno proceso de desmaterialización, que la gran máquina de reproducir de nuestro tiempo, Internet, no tiene dueño, que el copyright está en manos de los mismos y esos mismos se obcecan en hacerles creer a los lectores que la lógica de los siglos XVII y XVIII se aplica a los archivos descargables cuyo control han perdido. Lo que no han perdido es la ilusión de control.

    Por esa ilusión de control, tus libros digitales no son tuyos y por eso, el precio te parece abusivo. Y lo es, en las actuales circunstancias.


    MIS LIBROS Y LOS LIBROS DE TODOS
    Tengo muchos libros, tal vez demasiados. No todos pertenecen a la misma categoría.

    Cuando me mudé a esta casa donde vivo, aun poniéndolos en doble fila en las estanterías (que es una manera de perderlos), me sobraron 400. Algunos los regalé y otros los vendí a los libreros de viejo de Plaza Italia. Nunca podría haberlo hecho si me parecía que mi Kindle estaba recargado con cosas que nunca volvería a leer.

    Como bien dice Alejandro Katz, no todos los libros son la misma mercancía. Cuando compro uno de Walter Benjamin, por ejemplo, no lo presto. Me limito a comentarlo con otros que también leen a Walter Benjamin. Y no son muchos. Pero cuando compré la primera entrega de la saga Millenium, del sueco Stieg Larsson, sabía que no terminaría en mis estanterías. Del recorrido que le conozco, al menos siete personas cercanas leyeron el ejemplar por el que pagué una sola vez. Después le perdí el rastro, porque me pidieron permiso para prestarlo a un amigo de un amigo a quien nunca había visto, y dije que sí. De haberlo hecho con la versión digital, habría cometido un delito. Lo gracioso es que el único motivo por el que no he cometido un delito es que los dueños del copyright no han podido rastrear el destino de mi ejemplar. Y el único motivo por el que no han podido rastrearlo es porque les saldría demasiado caro agregarle un sensor a cada copia. (No les des ideas).

    Estas Navidades, para seguir en Escandinavia, me regalaron una novela de Henning Mankell que ya había leído. Fui a la librería y la cambié por un ejemplar de Si me querés, quereme transa, de Cristian Alarcón, que a mi vez regalé para Reyes. Con esta sencillísima operación, cambié mínimamente la cuenta de resultados de dos editoriales: Tusquets y Norma. Nunca me habría sido permitida tal herejía con un ebook. Es más, si compro un ebook que después me decepciona, tengo que cargar con él para siempre o destruirlo: mi capacidad de elección reflexiva queda coartada por los dueños del copyright. No lo puedo devolver, ni cambiar, ni regalárselo a alguien que tal vez lo apreciaría.

    ¿Quién engaña a quién en este nuevo capítulo de las historias que nos venimos contando desde que existe el fuego?

    Ahora bien, resulta que estas costumbres extravagantes que tengo con los libros son compartidas por casi todos los lectores, que son los clientes de las editoriales y que, por la misma naturaleza de la mercancía que los liga a sus proveedores, no suelen ser un público cautivo. La digitalización de la palabra, que en la utopía tecnológica se iguala a su liberación, ha dado, en cambio, lugar a esta fantasía del lector cautivo, a quien además se le niega el derecho de propiedad secundaria sobre aquello por lo que desembolsa sus dineros duramente ganados en la lucha por la vida, que seguimos sin entender.

    Un reciente informe de Forrester, del mes de noviembre de 2010, anuncia la espiral imparable del libro digital. También cuenta, sin embargo, que un 50 % de los encuestados accede a sus lecturas mediante el préstamo interpersonal. La respuesta que le sigue en porcentaje, un 38 %, afirma que encuentra sus lecturas en la biblioteca pública. Y a pesar de la alharaca de la prensa alrededor del Kindle y las genialidades de Jeff Bezos, solo un 28 % encuentra sus libros en Amazon. Para quitar el sueño a editores que no quieren adaptarse, sin embargo, mi respuesta preferida es la de aquellos que encuentran sus lecturas en las viejas colecciones de sus bibliotecas personales: 28 %

    Tal vez, deberíamos cambiar de perspectiva.
    Para contribuir a ese cambio necesario, urgente, recomiendo la lectura del último post de Brian O'Leary, "A New Kind of Hello". No se lo pierdan.

    domingo, 2 de enero de 2011

    Lo que Abraham me contó de las tabletas

    La cultura portátil de Ur en sus tabletas de piedra.



    Deja que los usos de Sumeria,
    que han sido destruidos,
    te sean restituidos.
    Lamento de Ur, siglo XX AEC.

    En el año 5 del reinado de Hammurabi, Teraj, hijo de Najor y padre de Abraham, escultor de profesión, abandonó su tierra natal en Ur de los caldeos con destino, tal vez, a Canaan, a donde nunca llegó. Hizo escala en Jarán, ciudad hermana de Ur, que acababa de lograr un estatuto de autonomía con respecto a la ahora poderosa Babilonia, de cuyo dominio Ur no había escapado. En el año 5 del reinado de Hammurabi, habían pasado más de mil años desde la invención del arte de la escritura silábica por los sumerios y esa arte había producido inmensos archivos de tabletas de arcilla y la consecuente construcción de bibliotecas donde guardarlos. Cuando Teraj dejó Ur y su taller cercano al zigurat de la ciudad, la devastadora transferencia de esos archivos a la triunfante Babilonia era casi completa.

    Dicen las historias que Teraj prolongó su escala en Jarán con el propósito de cruzar a las burras de su caravana, porque los asnos de Ur, primer sitio donde se domesticaron, eran como el oro y el comercio de esas crías acrecentaría el patrimonio con el cual instalarse en otro sitio. Pero nosotros queremos saber qué acarreaban los asnos de Teraj en las alforjas. Quien se queda sin ciudad, se convierte en portador de su propia cultura (y tal vez sea este uno de los motivos por los cuales aun hoy vemos con recelo a los migrantes). El Libro, compuesto otro milenio más tarde en la corte del rey Salomón, no dice nada al respecto y habrá que llegar a la historia de Raquel para que escrituras y arqueología se unan en la creación de sentido.

    ABRAHAM, EL ESCRIBA 
    El cuento de un Abraham que destruye los ídolos de su padre en Ur no figura en el Libro. Es una leyenda tardía, casi un titular de periodismo amarillo, amasada para convencernos de que Abraham renegó de la religión de su padre. 

    Cuando Abraham se educaba en Ur, como heredero de una familia principal que proveía de esculturas al gran teatro cósmico que tenía lugar en el templo de esa montaña tecnológica que era el zigurat, la suya era una civilización en vías de extinción. Solo los escribas, como Abraham, conocían el sumerio, pero la lengua de cada día era ya el acadio. Esa civilización había dado la escritura, la rueda, el arado, el velero, la bóveda, la cúpula, el teatro, el arte tal y como lo hemos entendido hasta hace nada y decenas de otras innovaciones imprevistas y repentinas. De todas ellas, la escritura ocupaba el lugar de una obsesión. Quienes en tiempos modernos excavaron Mari, Ur y otras ciudades de la antigua Sumeria, descubrieron que no hay superficie que no lleve una inscripción, ni construcción en cuyo basamento no haya una tableta con la copia del plano del edificio, por modesto que sea. En las tabletas de Ur también hemos encontrado los primeros "libros" de cocina, el primer almanaque agrario y la primera farmacopea.


    Abraham, que aún no se había ganado la hache de la presencia divina, iba para escriba, complemento perfecto del oficio del padre, porque las estatuas de los dioses, y las votivas de los ciudadanos, también estaban marcadas por la escritura y se acompañaban de poemas y dedicatorias. En la escuela de escribas de la montaña tecnológica llamada zigurat, al lado de la biblioteca del templo, Abraham debía aprender los secretos de la escritura, pero también los de la fabricación de tabletas. Con ese fin, su maestro guardaba muestras de cada tipo, expuestas en el patio donde dictaba las clases. La tableta redonda de arcilla de superficie áspera, con vestigios de briznas de paja, arenilla y chinas diminutas, era la de los aprendices. Había otra tableta, rectangular, cuya arcilla era tan fina y pulida que resplandecía más que un iPad. Y otra de bronce, apenas más grande que el pulgar del maestro, casi como una Archos Android de 2.8 pulgadas. Y tabletas de oro y de plata del tamaño de un iPod Touch. Y también había una tabla de escribir de madera y otra de marfil, con bisagras, como una MacBook Air. Y la más rara de todas, llamada tableta de la vida, cuya superficie era de cera de panal. ¿Como el Android Honeycomb que corre en un prototipo de tableta con el que se dejó ver Andy Rubin poco antes de Navidad?


    No es que desconocieran el papiro ni el pergamino, que también los usaban, pero estas superficies no se adaptaban tan bien a las sutilezas propias de la inscripción cuneiforme.

    El maestro también tenía una enorme colección de tabletas con textos. Muchas de ellas estaban indexadas en los bordes y guardadas en canastos con etiquetas de arcilla que señalaban sus contenidos. Además de aprender a fabricar tabletas, Abraham fue instruido en metadatos, porque era obligatorio que cada obra copiada llevara un colofón con el título, la primera línea de texto, el nombre del mecenas o del cliente que la había encargado, el autor, el escriba y el traductor, si lo hubiese, y la fecha y procedencia del original. El colofón también hacía las veces de ex libris, porque allí figuraba también el nombre del dueño de la tableta. Estas tabletas copiadas eran de uso privado, porque los originales se guardaban en las bibliotecas públicas del palacio y del templo.
     
    La colección del maestro abarcaba todos los saberes necesarios al futuro escriba: poesía y botánica, matemáticas y religión, música y astronomía, historia y medicina, estadísticas de cosechas y contratos privados entre comerciantes. Y de los muchos textos que Abraham copiaba para convertirse en el escriba que ayudaría a su padre en la confección de las estatuas parlantes, también habrá copiado este fragmento, que define el uso de las tecnologías de la memoria y el sentido trascendente de la escritura para todos los descendientes de Ur:
    De los hombres, de todos los que hayan recibido un nombre, desde antiguo se han creado las estatuas funerarias, y todas se han emplazado en criptas en los templos de los dioses: ¡nunca se olvidará cómo se pronunciaron sus nombres!
    EN LAS ALFORJAS
    Completada su formación y en vísperas a tomar por esposa a su prima Sarah, Abraham tuvo un sueño. Esto tampoco se cuenta en el Libro, pero sucedió, porque en Ur nadie podía fundar una familia antes de haber tenido el sueño. Reconocer este sueño, saberlo distinto de otros, era la señal de madurez, porque de él se volvía con una noción vaga que debía transformarse en determinación y conocimiento. De allí se volvía con un dios, no con uno de los que estaban en el templo, sino con un dios personal, al que también se le daba un nombre y del cual se creaba una estatua manual, portátil, que presidiría el panteón familiar. Teraj había tenido este sueño, y antes de Teraj, Najor, y así hasta el fin de la memoria. El dios con el que soñó Abraham habrá sido alguna versión particular de Nabu, el dios de los escribas que había desplazado a Nisaba, la diosa de la escritura.

    Y cuando Hammurabi cerró los talleres de los escultores de Ur, y cuando incendió sus bibliotecas, y cuando Teraj rechazó trasladarse a Babilonia a hacer dioses en gran escala y partió hacia Jarán porque todavía conservaba la autonomía y la tradición sumeria, se llevó consigo las herramientas y utensilios de su arte y los nombres, porque no se es hombre sin nombres. Los nombres grabados en las estatuas de los dioses familiares y en las tabletas producidas por su hijo Abraham. 

    Las alforjas de los asnos de Teraj iban cargadas de una Ur portátil.

    Y cuando Abraham dejó atrás a Teraj y siguió camino de Canaán, llevaba, junto a Sarah, su porción de Ur. Y cuando en la encina de Moré se le apareció un dios creador al que nunca antes había visto, Abraham le dio un nombre, como el que se le da al dios personal, que llevaba en la alforja, y entabló con él un largo diálogo cara a cara, como los diálogos del teatro cósmico de Ur, y le mostró a ese dios trashumano el camino para entrar en la mortalidad de sus criaturas, y restauró lo viejo forjando lo nuevo.

    Y aunque nada de todo esto figura en el Libro, sabemos que fue así, porque así eran los usos de Sumeria con los que, dos generaciones más tarde, cumpliría Raquel en Jarán, al abandonar a su padre Labán para seguir a Jacob a la tierra prometida, después de robar los dioses familiares. Y esto sí está en el Libro que se compuso en los salones del rey Salomón, aunque las alforjas de los asnos fueran ahora albardas de camello.


    UNA CULTURA PORTÁTIL
    Solo en el desierto, Abraham tuvo que desarrollar el don de la ubicuidad como lugar de pertenencia y a ello lo ayudaron las palabras, fijadas pero móviles. De las tabletas con la épica de Gilgamesh nació el relato bíblico del diluvio y la historia de Noé; del código de Hammurabi, que transportaba en las alforjas de sus asnos, los mandamientos bíblicos, más tarde refinados por la tradición mosaica que, a su vez, dio origen a la ley talmúdica y, en paralelo, a la filosofía medieval cristiana.

    La condición portátil de las tabletas de hoy presenta otros desafíos, pero no nos es ajena. Descendientes de Ur, ese lugar donde se clasificaron y catalogaron los elementos más cruciales de la sociedad humana, deberemos reencontrarnos con la ubicuidad, favorecer la migración de nuestra cultura y acostumbrarnos a que la ciudad ha dado paso al universo y las máquinas de fabricar máquinas a las cosas que piensan a las cosas.

    Toda la información arqueológica que he usado en este post se la debo a David Rosenberg, co-autor, con Harold Bloom, de El libro de J, y muy especialmente a su biografía histórica Abraham, publicada por Basic Books en 2006 y cuya traducción al español recomiendo desde aquí a Alejandro Katz