viernes, 16 de marzo de 2012

Era rubia. Andaba en líos. Y pagaba 3 centavos por palabra


U$S 100 se pagó en subasta por este vintage .

 Así describía Ed McBain la edad de oro del pulp-fiction en un artículo publicado en el New York Times en marzo de 1999. Por entonces, yo descubría los libros de James Sallis en mis escapadas a la librería Murder One, en los ratos libres que me dejaba la Feria del Libro de Londres y los agentes literarios.

Las novelas de James Sallis no pertenecen al género, aunque vayan de detectives: como todo lo escrito después de 1980, viven en el territorio de la nostalgia. Son revisiones en clave de homenaje, visitas culteranas a un modo de producción que empezaba a decaer.

De los libros de Sallis que publicamos en España, el preferido de Antonio Ramírez, librero de La Central, fue Vidas difíciles, una serie de ensayitos sobre Jim Thompson, David Goodis y Chester Himes, además de la celebración de un género que solo fue posible cuando, allá por los años 30, la industria editorial dio un giro copernicano que ha tocado a su fin.

Ramírez, después de darme la enhorabuena por la publicación de Vidas difíciles, me confesó con cierta tristeza que no creía que pudiera vender más de 80 ejemplares entre sus dos librerías, librerías de referencia en Barcelona.

¡Disfrutemos de esos 80, entonces!, le dije.

Y me pareció una melancólica ironía --y una lección de humildad-- que las expectativas de venta de un libro que analizaba el fenómeno de los bolsillos populares, cuyas tiradas iniciales llegaron a los 250.000 ejemplares, fuesen tan magras. En aquellos años vivíamos inmersos en el fenómeno de los super-ventas, cuyo último exponente fue la trilogía Millenium del sueco Stieg Larsson, y ya se había eclipsado el período confuso en que Amy Tan se promocionaba como "literatura seria".

Otro giro copernicano estaba a las puertas. Y las sigue batiendo con sus aldabas.


La guerra, la tecnología y la producción (de sentido)

Toda nueva máquina nace de una hipótesis de guerra, desde las de Poliorcetes a Arpanet. Y una vez creadas y probadas, les encontramos otros usos y sentidos. Especialmente cuando esas hipótesis han caducado.

Primera baja de la embestida del bolsillo.
El pulp-fiction como género no se fundó con Pocket Books, en 1939. Gozó de muy buena salud desde 1920 en las páginas de Black Mask, donde se publicaban cuentos y relatos cortos de todos los géneros populares: aventuras, policiales, historias de detectives, historias de amor, de horror y de fantasía sobrenatural.

Black Mask fue un subproducto de dos avances tecnológicos, los mismos que permitieron a Allen Lane crear la exitosa Penguin mucho más tarde, en 1935: la linotipo y la impresión offset. Si la lino reducía los tiempos de composición de la página, la impresión offset permitió no solo bajar los costes de impresión, sino también y sustancialmente los de papel. La excelente definición de la tipografía que la offset lograba aun en los papeles más rústicos y porosos la hacía el aliado de oro del texto. Por 15 centavos de dólar, un tesoro de evasión (y a veces de excelente literatura) estaba a disposición de lectores ávidos, que no se avergonzaban de pasar el rato del otro lado del sueño americano: su pesadilla.

En 1929, justo antes de su apogeo y su vertiginosa decadencia, Black Mask publicó, por entregas, El halcón maltés, de Dashiel Hammet, el autor que, en palabras de Sallis, " invirtió el mito y situó los demonios de los castillos europeos y de los colonos de Nueva Inglaterra en paradas de autobús, comedores populares y habitaciones de hoteles de mala muerte." El paso previo al nacimiento de la novela negra.

Los libros de bolsillo que apelaban al gusto popular fueron concebidos en Alemania, en 1931, por la editorial Albatross. El experimento duró poco, porque el subproducto de las máquinas de guerra --las autopistas que el nazismo construía para mover tropas de invasión a velocidades hasta entonces desconocidas--  pasó a ser el Volkswagen.

La suerte de revistas como Black Mask estaba echada.

Bastaba que a alguien se le ocurriera separar los múltiples géneros contenidos en sus páginas en colecciones, que de los relatos cortos surgieran novelas que alimentaran esas colecciones y que ese alguien, para conseguir autores, se resignara a tener que resolverles la vida pagándoles un tanto alzado contra una producción ingente. Los nombres de ese alguien fueron legión: Pocket Books, Dell, Avon, Harlequin, Popular Books.

Porque la virtud de Black Mask fue la de ser pionera, la de entender que la nueva tecnología abría oportunidades y nuevos géneros, pero su gran pecado fue la paga miserable que ofrecía a los autores. Y si los autores no pueden vivir --si mueren-- no hay nada que editar.

Los modos de producción 

Los libros de bolsillo "fueron huérfanos, mestizos, animales de corral a los que se dejó caer desde el aire sobre expositores de fauna exótica [...] Nadie sabía muy bien qué hacer con ellos, y mucho menos quienes los producían, que también tendían a ser un poco raros", cuenta Sallis en Vidas difíciles. La fauna incluía a libreros en quiebra, gente que venía de la alimentación y de otros sistemas de distribución mayorista, empresarios sin piedad e intelectuales renegados. De seguir el relato de Sallis, tendremos que aceptar que la industria editorial, tal y como la conocemos --la industria del offset y la distribución masiva-- tiene unos orígenes bastante más cercanos a la atracción de feria que a las murallas de Ur. Y eso es bueno. "Oropel y una pizca de trascendencia", en palabras de Sallis.

Ed McBain entra en la escena del pulp en su segunda etapa, la de mayor gloria. La hipótesis de guerra se ha transformado ya en posguerra, pero las necesidades militares habían provocado dos pequeños avances tecnológicos que cambiarán a la industria del libro: la cuatricromía y el plastificado, ambos de capital importancia para los mapas de estado mayor durante la II Guerra Mundial. En un mundo gris, una explosión de colores que, gracias a los laminados, no deja huellas en las manos húmedas del lector.

Cubiertas de cuatricromía de los años 50.

Por entonces, empezar un relato criminal era como hacerse con una caja de chocolatinas y quedar sorprendido cuando se hincaba el diente en el centro, que podía ser blando, de caramelo, o de nuez. Había un montón de nueces en la ficción criminal, pero uno nunca sabía qué clase de historia saldría de la máquina hasta que empezaba a tomar forma en la página. Como un pianista, un buen escritor de cuentos criminales no creía que conocía su oficio si no sabía improvisar con las doce teclas. Las variaciones de timbre de un tema eran lo que lo hacía tan divertido. Que a uno le pagaran 2 o 3 centavos por palabra, también.
Subrayo la máquina de Ed McBain, que aunque fuera la inocente máquina de escribir, señala también el caracter maquínico de la cultura popular. Variaciones sobre un tema, como las que podía hacer la máquina de Jacquard sobre un tejido con solo una perforación diferente en la tarjeta. 

En medio de toda aquella duplicación iconográfica, algunos escritores registraron sus propias visiones. Su obra sigue siendo legible en la medida en que hicieron sus propias variaciones sobre el mito paladino, variaciones a las que rara vez se prestó atención en un mercado indistintamente receptivo a lo muy trillado.
 Dice Geoffrey O'Brien en Hardboiled America: The Lurid Years of Paperbacks. Y se refiere a los Chandler y los Goodis, a los Thompson y los Himes que, detrás de aquellas cubiertas chillonas, nos hablan de los rincones innobles de la vida. Ellos, los que hicieron perdurable la subversión innata de los paperbacks y la transformaron en literatura.

El offset y la industria editorial que surgió de esa tecnología, cumplieron su papel al dar origen a un género y a unos escritores que son irrepetibles en otras condiciones de producción. Y además, crearon los medios de supervivencia de esos escritores, algo que el offset y sus industrias culturales afines son incapaces de hacer hoy.

Cincuenta matices de gris

El giro copernicano del que seremos testigos o protagonistas, ese tan mentado cambio de paradigma editorial anteportas al que le sustraemos cuerpo y alma, viene impulsado por otras máquinas, a las que damos el nombre indigente de "mundo digital". Y antes de haber abrazado el cambio, nuestras voces se alzan en un cloqueo indistinto pidiendo nuevas formas narrativas acordes con los tiempos que no logramos asumir.

Libros enriquecidos con videos y canciones; apps que en su tridimensionalidad se lancen sobre las fauces de quien ya no será lector (y por tanto no nos necesitará); interactividad prefabricada para niños azorados; editoriales transformadas en productoras multimedia; lectura "social" que, impertinente, interrumpe la inmersión en los mundos paralelos de los relatos; transmedia para trashumantes de plataformas, que no son dehesas.

Tengo para mí que el cambio ya ha sucedido y ha sido mucho más radical que cualquiera de las propuestas del catálogo barroco enunciado más arriba.

Las señales son muchas, pero dos noticias recientes las ponen en relieve. Ambas cubiertas por Laura Hazard Owen, en PaidContent. Pasaron casi inadvertidas, porque estamos demasiado distraídos con las cuentas de colores.

Fifty Shades of Gray, el best-seller que llegó a los primeros puestos tanto del New York Times como de Amazon, tuvo sus orígenes como un fan-fiction, publicado íntegramente en el sitio FF.net. Mucho antes de que Random House la descubriera, E. L. James ya había sido finalista en la categoría "Mejor novela romántica" de los premios organizados por GoodReads en 2011, tenía una base de seguidoras inmensa, que habían contribuido con sus comentarios a la evolución de la historia hasta su forma final y, lo que es igualmente importante, una pequeña editorial independiente australiana la había publicado en papel.

Cuando estoy de humor provocador, algo que me sucede a menudo, digo que los próximos Homeros están ensayando sus epos en las catacumbas del fan-fiction. Que la web nos está entrenando en un híbrido donde la palabra escrita comparte demasiadas características con la oralidad como para que lo pasemos por alto. Que la iteración algorítmica nunca producirá historias tan buenas como la repetición humana. Y que esa repetición humana encuentra en el fan-fiction una plataforma espontánea, acorde con las herramientas que nos proporciona la web, y que hay que asomar el hocico sin hacer ascos para saber cómo será uno de los géneros que este nuevo modo de producción facilita.

Esta sí es tarea de editor.

La otra se refiere a una de las "editoriales" de Amazon, Kindle Singles. Laura hizo una investigación exclusiva, para la cual incluso consiguió que Amazon les permitiera a sus autores romper el pacto de confidencialidad por el cual no pueden hablar ni de los términos de los contratos ni de las ventas. Los resultados dan para la reflexión. Libros de siete mil palabras, que nunca habrían encontrado un sitio en el papel --ni como libros por cortos, ni como artículos periodísticos por largos-- han encontrado una considerable aceptación entre los lectores, dispuestos a pagar por ellos. En 14 meses, se han vendido 2 millones de ejemplares de Kindle Singles, proporcionando una nueva fuente de ingresos a escritores consagrados y nóveles.

Y esta también es tarea de editor.