lunes, 28 de febrero de 2011

Si la letra con sangre entra

Avenida de la Revolución, 313 DF

Me llega a través de @libreros, la cuenta de Roger Michelena en Twitter, esta foto de una publicidad de librerías Gandhi en ciudad de México. Más que una publicidad, un comentario desde la desesperación.

Aquí, el stream de Yfrog donde apareció.

Libros y libreros en la Antigüedad (y en Zaragoza)

Hay libros, como éste, que leo durante el desayuno.

Opinan algunos doctores que el incendio de la Biblioteca de Alejandría, o su paulatina destrucción como es más propio decirlo, no fue tal desgracia, y que, si llega a conservarse íntegro el acervo de los antiguos, ni la Antigüedad nos parecería tan estimable, ni acaso nos dejaría pensar por nuestra cuenta. Ya se ha dicho todo.

Curioso colofón ha elegido Francisco Javier Jiménez para esta plaqueta de Alfonso Reyes que acaba de publicar en Madrid, en línea con otros libros que hablan de libros en su catálogo como, por ejemplo, el muy festejado de Jesús Marchamalo, Tocar los libros. Y digo curioso porque el colofón solía ser el sitio de lucimiento del impresor y del tipógrafo, de los artesanos que habían hecho posible la lectura de la palabra. Pero Francisco Javier, editor artesanal que hace libros preciosos, le ha cedido protagonismo nada más y nada menos que al autor del libro, porque la frase es, también, de Alfonso Reyes.

No solo Dios y el Diablo viven en los detalles. La anomalía del colofón que cierra esta edición de Fórcola es un detalle, diminuto, donde habita una realidad: estamos en medio de un cambio de paradigma que cuestiona todos los lugares consagrados y consagratorios, esos que parecían inamovibles: el del autor, el del lector, el del editor y el del librero, estos dos últimos, agentes necesarios que ponen en contacto a los dos primeros. Del férreo aparato de logística que habilita o imposibilita esa circulación, no escribiré hoy aquí.

Libros y libreros en la Antigüedad es otra anomalía. Un mashup de los años 50, en el cual el gran ensayista y traductor mexicano hace una refundición de otro texto, el del británico H. L. Pinner, The World of Books in Classical Antiquity. No porque las refundiciones no hayan sido siempre columna vertebral de la transmisión de la cultura y estén en la base de la construcción de altas reputaciones en el mundo de letras, sino porque las ansiedades del cambio de paradigma tal vez no habrían sido tan lenientes con Alfonso Reyes en estos días. Editores de postín, como Jaume Vallcorba, no vacilarían en llamarlo bloguero, con esa voz aguda que solo se destila en el alambique del desdén, y el nuevo algoritmo de Google tal vez condenaría Libros y libreros a la oscuridad, acusándolo de ser un mero agregador de noticias que ha encontrado en otra parte.

Libros y libreros en la Antigüedad es, sin embargo, una delicia. Y muchas de sus páginas iluminan la situación actual del mundo del libro, que ni siquiera llegó a imaginar, pero cuyos muchos males nos atormentan desde los tiempos de la Biblioteca de Alejandría. Con Alfonso Reyes, festejo también la destrucción de aquellos muchos libros que por entonces habíamos logrado acumular, con esa irresponsabilidad que nos caracteriza cuando se trata de incorporar un nuevo objeto al mundo, irresponsabilidad a la que tanto le temía Hannah Arendt.

En el capítulo titulado "Comercio del libro entre los griegos", apunta don Alfonso:
Más florece la literatura de un pueblo, más se ensancha el círculo de sus escritores y sus lectores, y menos directo es el contacto entre el creador de la obra y el que la recibe. En vez del auditorio, aparece el lector, y en vez de las copias domésticas, sobrevienen las reproducciones comerciales, el verdadero libro en suma. El librero surge como intermediario. El comercio del libro es tan viejo como el libro mismo. Para decirlo de modo anacrónico, el librero comenzó por ser a un tiempo manufacturero, editor y vendedor al menudeo. El desarrollo de la literatura y su tráfico determinan la división de labores, separando al editor (que en la Antigüedad era también productor material, abuelo del impresor) y al vendedor, que compraba a los editores y revendía a los lectores. [el énfasis es todo mío].

De manera que los más de 120 colegas, libreros y amigos reunidos en Zaragoza la semana pasada alrededor de la convocatoria de Paco Goyanes, esforzado responsable de la maña librería Cálamo, no son más que eso, "comerciantes", con todo el respeto. A los editores de antaño, como Víctor Seix, co fundador de Seix-Barral, de grata memoria, no se les caían los anillos por apuntar, en las escrituras de constitución de sus emprendimientos, que eran vecinos de Barcelona y de profesión, comerciantes. Tal vez porque los hombres siempre hemos sabido que solo el comercio nos dignifica, nos lima, y nos hace tolerantes. Los plañidos de muchos de los participantes, que tanto Twitter como la prensa han reproducido, su obsesión por ocupar una centralidad cultural que haga olvidar su condición última de intermediario que lucra con la creación ajena y el disfrute de los otros, también es un detalle donde habita el insoslayable cambio de paradigma, aunque su función sea la de tender una cortina de humo que los aparte de la realidad.

Francisco Javier estuvo en Zaragoza y tuiteó lo que pudo y como pudo, hasta caer en la cuenta de que su conciencia dependía en exceso de las baterías de su iPhone. También estuvo allí Alejandro Katz, que no le hace ascos a la lucidez y sabe que la creación cultural, una vez puesta en el mercado, se transforma en mercancía. Y Valeria Bergali, cuyos libros me gustan más que sus ideas, como la escritura de Virginia Woolf siempre me gustó más que sus tinglados teóricos. Y la gente de Laie, la más sobria de entre todos los libreros, tal vez porque sean los que están haciendo algo diferente, los que se han dado cuenta de que el único pensamiento que merece ese nombre es el que se realiza en la acción.

Pensódromo 21, "Pequeños editores, retos enormes", donde se profundiza y abunda en la perspectiva de los modelos de negocio posibles y se entra al trapo en las falacias allí desgranadas por varios. Otro post indispensable, cuya lectura es un placer intelectual, es que Álvaro Vargas Llosa le dedica Jaume Vallcorba en su blog El hilo digital. Y solo para constatar que la gente de Laie trabaja y trabaja bien, sin resignación y sin alharaca, el post "Otra mirada, digital".

Y, por supuesto, una encendida recomendación de Libros y libreros en la Antigüedad. Se lee durante un solo desayuno, como el periódico, pero uno queda más satisfecho y mejor informado sobre qué es este mundo de los libros y de todos los cambios de paradigma que sufrió y sufrirá, sin que por ello hayan peligrado ni la palabra, ni los autores. Que esto es un negocio, señores, y para hacer negocios hay que alcanzar la edad adulta.

martes, 22 de febrero de 2011

En busca del rostro elusivo del lector

Figurillas cicládicas del tardío neolítico. Museo Smithonian.
Que los editores no saben quiénes son los lectores de los los libros que publican no es un tema nuevo en el blog. Ese conocimiento se detiene a las puertas de la librería, que es el cliente último del que tiene conciencia la empresa editorial. Las puertas se traspasan solo para colocar, si el librero los deja o el distribuidor lo impone, el material promocional de punto de venta: un recurso de gran consumo que igualó los libros a los detergentes hace ya más de tres lustros, y del cual eché mano en mi condición de editora tan temprano como en 1992.

Una típica estrategia de modelo de negocio B2B, a la cual se le fueron acotando los espacios mientras  se multiplicaba la cantidad de nuevos títulos publicados. Con la llegada de los ebooks, mucho se habló de que los editores debían cambiarla por una que llegara directamente al consumidor, que no es otro que el lector desconocido. Tal vez sea Mike Shatzkin quien se quede con los laureles de haber impuesto la idea en el imaginario editorial global. Sin embargo, los hechos muestran que por mucha desintermediación que traiga consigo Internet, los libros de interés general, que hemos venido a llamar de trade a falta de reflexiones propias que enriquezcan el vocabulario, siguen siendo objeto de la intermediación.

¿Cómo es el lector? Amazon lo sabe mejor que nadie a través de su sistema de lectura Kindle, pero en materia de información, mucho más da una piedra. Algo saben otras API, no relacionadas con la comercialización sino con la socialización de la lectura, como, por ejemplo, LibraryThing, Goodreads y aNobii o, en España, Entrelectores, cuyo valor estratégico tal vez surja claramente cuando los editores empiecen a vislumbrar que necesitan presencia allí donde sus lectores se reúnen. También Barnes&Noble sabe muchas cosas gracias al Nook. Apple y su iBookstore son depositarios de valiosos secretos sobre el lector, pero de su mano más puede esperarse el castigo que cualquier cosa de utilidad. Y Google, bueno, Google sabe tantísimas cosas que está más cerca de ser la nueva mente de Dios que un socio comercial de editores.

El 16 de febrero pasado, Kobo, la tienda canadiense de ebooks, que afirma tener 2 millones de usuarios en todo el mundo y un catálogo de muchos más títulos, nos dio la sorpresa de compartir algunas de las conclusiones a las que ha llegado tratando con los lectores en la intimidad casi promiscua de los sistemas de lectura digitales. Michael Tamblyn, en una charla de 20 minutos durante la conferencia editorial que cada año organiza la editorial O'Reilly en Nueva York, Tools of Change, desgranó datos puros y duros sobre quienes se han pasado a la lectura en pantallas.

CUATRO PERFILES, COMO PATAS TIENE UNA SILLA

Captura de imagen de la presentación de Michael Tamblyn en TOC 2011

¿Que sabe Kobo sobre estos cuatro tipos de lectores que ha logrado identificar mediante el análisis de los datos de su API y según parámetros de hábitos, gasto mensual, horarios de lectura, género favorito, etc? Algunas cosas más de las que podemos imaginar sin herramientas.

Empezando desde la izquierda, los lectores de ebooks son estos y son así:

* Golden A. La señora canosa de gafas cancherísimas es feliz poseedora de un lector de tinta electrónica. En su primera compra en la tienda de Kobo, se dejó 35 dólares en libros; gasta otros veinticinco en las siguientes visitas y visita la tienda 7 veces al mes. Es una lectora voraz, continua e incansable de ficción. Todos los contenidos que consume son de pago. Los lectores Goden A tienden a gastar cada vez más en ebooks: quienes se iniciaron a mediados del 2010 gastaron un 35 % más que quienes lo hicieron a fines del 2009. Esto se debe, en opinión de Tamblyn, a que las aplicaciones, los dispositivos y el marketing mejoraron notablemente en ese período, pero también a que la oferta de títulos ofertados creció. Todo esto redundó en mejores clientes.

* iPad afluyente. Lejos de la máquina de leer Golden A, el joven de la sonrisa estereotipada es, sin embargo, un buen cliente (y suponemos que Kobo está muy preocupado de perderlo a causa de las políticas restrictivas con apps de terceros que Apple pondrá en práctica a partir de junio próximo). En su primera visita a la tienda Kobo gastó 22 dólares, para alcanzar luego un promedio de 16,5 dólares y unas 4,5 compras al mes. Es un Golden B. Su pauta de conducta lectora es muy diferente o tal vez solo lo sepamos porque la app de Kobo para iPad, ReadingLife, tiene algunas características sociales que permiten otro tipo de seguimiento y que, por su sola existencia, cambian la experiencia lectora. Desde la app Reading Life, puede compartir anotaciones en Facebook y recibir premios de acuerdo a los horarios y sitios de lectura (por la mañana en el transporte público; en la pausa del almuerzo; en la cama antes de dormir). El poseedor de una iPad lee mucho más por la mañana y abandona los libros a partir de la primera copa del atardecer. Sin embargo, quienes leen por la noche le dedican más horas, aunque avanzan menos rápido. El horario de compra de libros del iPad afluyente es de ocho de la tarde a medianoche y el 90 % de los contenidos que consume es de pago.

* Bronce E. La morena lee en pantallas pequeñas o, para ser claros, en teléfonos inteligentes. Es el segmento más numeroso entre los lectores de ebooks, pero hay alguna relación entre la pequeñez de la pantalla y el nivel de tolerancia de precios. En una primera visita gasta 15 dólares y en las siguientes 11, pero solo aparece por la tienda una vez al mes. Sus géneros de preferencia son la novela romántica y de fantasía. Hay entre ellos un gran nomadismo en cuanto a sistemas de lectura y no son fieles a una tienda. Los usuarios de iPhone suelen ser más nómades que los de teléfonos con Android, quienes también gastan algo más, aunque los porcentajes de contenidos de pago y gratuitos están equilibrados.

* El freegan. No hay manera de que gaste nada en libros, aunque lee mucho. Visita la tienda desde la Red y es posible que lea en multitud de dispositivos, desde el desktop hasta el teléfono. No todos los que leen los contenidos gratuitos que ofrece la tienda de Kobo son Freegans. Muchos eligen contenidos gratuitos para iniciarse en la lectura electrónica. Otros, son fanáticos de Jane Austen, cuyas obras, que están en el dominio público, no tienen que pagar. Pero cuando alguien elige por novena vez consecutiva un libro gratuito, se está frente a un irrecuperable, porque además son impermeables a cualquier oferta, hasta a las de 99 centavos.

Entre los rostros misteriosos de las figurillas cicládicas y esta cruda descripción del perfil de los lectores se alza una cuestión, que merece reflexión aparte y un post propio: ¿cuánta privacidad estamos dispuestos a perder a cambio de la satisfacción inmediata de nuestros caprichos de lectura?

Y otra más, ¿el nuevo librero, el librero cibernético, se transformará en un cientista social gracias al código de su API que tanto necesitan los editores para vender sus ebook?