miércoles, 19 de enero de 2011

El Fisiólogo o Nuevo bestiario del libro digital

El Unicornio no fue un corcel

En las traducciones renacentistas del Libro, apareció un animal fabuloso en el lugar ocupado por el búfalo. Así, en el salmo 92 (91):11 de la traducción de Casiodoro de Reina, leemos:
Y tú ensalzaste mi cuerno como de unicornio, fui ungido con olio verde.
Cuando el Fisiólogo escribió su bestiario, tal vez en Alejandría hacia fines del siglo segundo o comienzos del tercero de la era común, los misterios mediterráneos estaban siendo polinizados por una nueva imaginería que, algunos siglos más tarde, reconoceríamos como "cristiana". En sus páginas encontramos la primera descripción del unicornio, que dice así:
Es un animal pequeño, parecido al cabrito, pero muy feroz.
Las especies de la fauna fantástica siempre vivieron en los libros, pero desde el 18 de enero de 2011, los libros cuentan con su propio bestiario. El Fisiólogo es Joseph Esposito, veterano de la industria editorial que propone en Scholarly Kitchen, la siguiente clasificación:

Libros institucionales: es un libro que se desarrolla alrededor del concepto de facsimilar y, por tanto, retiene algunas de las características arquitecturales de la palabra escrita. Se nos presenta como .pdf y, aunque nos mofemos de él en estos tiempos 2.0, está aquí para quedarse. Por dos motivos. La fijación del texto que el formato garantiza, como una institución, y los costes asombrosos de la digitalización dinámica.

Libros clásicos: es el libro digital que plasma una de las virtudes primarias del libro impreso: su capacidad de desaparecer de nuestra conciencia mientras nos concentramos en el texto. Se nos presenta, la mayoría de las veces, como .epub y puede tener algunas características ausentes en su antecesor como, por ejemplo, un diccionario incluido. Una subespecie exitosa en el hábitat es .mobi, en su versión para Kindle.
Es pequeño, como un cabrito sin destetar, pero feroz. Es la especie que ha tomado por asalto a la industria editorial tradicional.

Libros enjaezados (robo la expresión a Juan José Díez): es un libro "enriquecido" que entró en el imaginario editorial de la mano del iPad de Apple y de los sueños de negocios pingües en territorio ajeno y desconocido. Los libros enjaezados no se conforman con transportar el texto, deben tener audio, video y algunas simulaciones. Los libros enjaezados también se presentan como apps en los stores, pero son todos del mismo genus. Aquí estamos ante un caso en que natura facit saltus, porque los autores de estos libros no son autores sino desarrolladores. Y los lectores, usuarios o consumidores.

Libros musculosos (o libros cachas): es el libro que pertenece a una subespecie del libro clásico y en el cual la lectura se concibe como un partido de rugby entre el texto, el contexto y el presunto lector. Su hábitat, por el momento, son las universidades y su subproducto, los papers de los graduandos.

Libros sociales: es un libro que el Fisiólogo no está seguro de incluir en su taxonomía fantástica. Para entender las dudas del Fisiólogo basta con preguntarse si Wikipedia puede considerarse un libro. Pero hasta que se pinche la burbuja de Facebook, hay que vigilar su desarrollo.

Libros staccati (o coitus interrumptus): es el libro que viene de China y de Japón, cuya escritura ideogramática les ha dado ventaja, por primera vez en más de dos mil años, sobre la alfabética. Se presentan en la pantalla de los teléfonos móviles, un capítulo por viaje de metro. Así como el libro social se corresponde con la cultura Facebook, el libro staccato tiene su equivalente no libresco en los 140 caracteres de Twitter.

Honrada la sabiduría del Fisiólogo, quiero proponer una séptima categoría, que amenaza con impedir la evolución armónica de esta nueva ecología. Es el libro converso.

Libros conversos: es el libro arrepentido, aunque no sabrá de su arrepentimiento hasta después de la conversión. Se producen y reproducen en la India y en cualquier otro suburbio del mundo donde todavía exista el trabajo esclavo, para disfrute de los suburbios donde la esclavitud ha sido abolida. Es un libro que hizo su vida en el papel y cuyo dueño (del copyright, se entiende) quiere, a toda costa pero sin convicción, sumarse al asalto del libro clásico. Con absoluto desprecio de las características que lo convirtieron en libro en su etapa anterior de evolución, los dueños del copyright de este libro quieren una rápida conversión a .epub o a .mobi, para entrar en la iglesia. Son el fast-food del universo digital. Son los libros que generarán la ira del lector, que se sentirá estafado en su buena fe, y son la infantería del statu quo. Son legión.

En los tiempos del primer Fisiólogo, en Alejandría, todavía no se daban las conversiones masivas, que llegaron con el cuarto siglo. En tiempos de Joseph Esposito, en cambio, sí se dan. Pero lean su artículo. Vale la pena.

domingo, 9 de enero de 2011

¿Quién es el dueño de tus libros digitales?

Time Code. Trembl Alumni

No eres tú.

Y porque no eres tú, todas las reclamaciones para que el precio de los libros digitales, tal y como hoy los concibe la industria, iguale al cero están justificadas y no desaparecerán por el arte de la magia legislativa del falso legislador.

Hay algo trágico en esta tensión. De antiguo, el que nos contaba las historias alrededor del fuego fue dispensado de cortar la leña y de acarrear el agua, porque era quien nos dotaba de sentido cuando volvíamos cansados de la lucha por la vida, que no entendíamos. Cuando de la leña hicimos papel y de la inscripción, imprenta, cuando dejamos de reunirnos bajo el árbol a escuchar las historias --cuando nos volvimos alfabetizados, individualizados, industrializados, aislados tras densos cortinados-- y quienes tenían la exclusiva de la máquina de reproducir historias se creyeron los dioses del sentido y se olvidaron de la supervivencia del contador de cuentos, hubo que legislar. El derecho de autor, ese pequeño porcentaje que los dueños de las máquinas de reproducir están obligados a pagarle al que contribuye con las historias, sustituye a aquella vieja dispensa, alrededor de la cual siempre hubo consenso entre los hombres.

Las historias, materializadas en la matera (en la pulpa de papel obtenida de los bosques) se podían poseer en ausencia de quien las contaba, y hasta podíamos conversar con los muertos. Por esa posesión, le pagábamos al materializador que las reproducía, quien a su vez debía proveer los medios de subsistencia al hacedor de sentido, que conocemos por autor. No fue una solución ideal, ni universal, ni mucho menos eterna. Como todas las leyes de los hombres, respondió a ciertas condiciones de producción.

Y resulta que ahora el libro hecho de matera, está en pleno proceso de desmaterialización, que la gran máquina de reproducir de nuestro tiempo, Internet, no tiene dueño, que el copyright está en manos de los mismos y esos mismos se obcecan en hacerles creer a los lectores que la lógica de los siglos XVII y XVIII se aplica a los archivos descargables cuyo control han perdido. Lo que no han perdido es la ilusión de control.

Por esa ilusión de control, tus libros digitales no son tuyos y por eso, el precio te parece abusivo. Y lo es, en las actuales circunstancias.


MIS LIBROS Y LOS LIBROS DE TODOS
Tengo muchos libros, tal vez demasiados. No todos pertenecen a la misma categoría.

Cuando me mudé a esta casa donde vivo, aun poniéndolos en doble fila en las estanterías (que es una manera de perderlos), me sobraron 400. Algunos los regalé y otros los vendí a los libreros de viejo de Plaza Italia. Nunca podría haberlo hecho si me parecía que mi Kindle estaba recargado con cosas que nunca volvería a leer.

Como bien dice Alejandro Katz, no todos los libros son la misma mercancía. Cuando compro uno de Walter Benjamin, por ejemplo, no lo presto. Me limito a comentarlo con otros que también leen a Walter Benjamin. Y no son muchos. Pero cuando compré la primera entrega de la saga Millenium, del sueco Stieg Larsson, sabía que no terminaría en mis estanterías. Del recorrido que le conozco, al menos siete personas cercanas leyeron el ejemplar por el que pagué una sola vez. Después le perdí el rastro, porque me pidieron permiso para prestarlo a un amigo de un amigo a quien nunca había visto, y dije que sí. De haberlo hecho con la versión digital, habría cometido un delito. Lo gracioso es que el único motivo por el que no he cometido un delito es que los dueños del copyright no han podido rastrear el destino de mi ejemplar. Y el único motivo por el que no han podido rastrearlo es porque les saldría demasiado caro agregarle un sensor a cada copia. (No les des ideas).

Estas Navidades, para seguir en Escandinavia, me regalaron una novela de Henning Mankell que ya había leído. Fui a la librería y la cambié por un ejemplar de Si me querés, quereme transa, de Cristian Alarcón, que a mi vez regalé para Reyes. Con esta sencillísima operación, cambié mínimamente la cuenta de resultados de dos editoriales: Tusquets y Norma. Nunca me habría sido permitida tal herejía con un ebook. Es más, si compro un ebook que después me decepciona, tengo que cargar con él para siempre o destruirlo: mi capacidad de elección reflexiva queda coartada por los dueños del copyright. No lo puedo devolver, ni cambiar, ni regalárselo a alguien que tal vez lo apreciaría.

¿Quién engaña a quién en este nuevo capítulo de las historias que nos venimos contando desde que existe el fuego?

Ahora bien, resulta que estas costumbres extravagantes que tengo con los libros son compartidas por casi todos los lectores, que son los clientes de las editoriales y que, por la misma naturaleza de la mercancía que los liga a sus proveedores, no suelen ser un público cautivo. La digitalización de la palabra, que en la utopía tecnológica se iguala a su liberación, ha dado, en cambio, lugar a esta fantasía del lector cautivo, a quien además se le niega el derecho de propiedad secundaria sobre aquello por lo que desembolsa sus dineros duramente ganados en la lucha por la vida, que seguimos sin entender.

Un reciente informe de Forrester, del mes de noviembre de 2010, anuncia la espiral imparable del libro digital. También cuenta, sin embargo, que un 50 % de los encuestados accede a sus lecturas mediante el préstamo interpersonal. La respuesta que le sigue en porcentaje, un 38 %, afirma que encuentra sus lecturas en la biblioteca pública. Y a pesar de la alharaca de la prensa alrededor del Kindle y las genialidades de Jeff Bezos, solo un 28 % encuentra sus libros en Amazon. Para quitar el sueño a editores que no quieren adaptarse, sin embargo, mi respuesta preferida es la de aquellos que encuentran sus lecturas en las viejas colecciones de sus bibliotecas personales: 28 %

Tal vez, deberíamos cambiar de perspectiva.
Para contribuir a ese cambio necesario, urgente, recomiendo la lectura del último post de Brian O'Leary, "A New Kind of Hello". No se lo pierdan.

domingo, 2 de enero de 2011

Lo que Abraham me contó de las tabletas

La cultura portátil de Ur en sus tabletas de piedra.



Deja que los usos de Sumeria,
que han sido destruidos,
te sean restituidos.
Lamento de Ur, siglo XX AEC.

En el año 5 del reinado de Hammurabi, Teraj, hijo de Najor y padre de Abraham, escultor de profesión, abandonó su tierra natal en Ur de los caldeos con destino, tal vez, a Canaan, a donde nunca llegó. Hizo escala en Jarán, ciudad hermana de Ur, que acababa de lograr un estatuto de autonomía con respecto a la ahora poderosa Babilonia, de cuyo dominio Ur no había escapado. En el año 5 del reinado de Hammurabi, habían pasado más de mil años desde la invención del arte de la escritura silábica por los sumerios y esa arte había producido inmensos archivos de tabletas de arcilla y la consecuente construcción de bibliotecas donde guardarlos. Cuando Teraj dejó Ur y su taller cercano al zigurat de la ciudad, la devastadora transferencia de esos archivos a la triunfante Babilonia era casi completa.

Dicen las historias que Teraj prolongó su escala en Jarán con el propósito de cruzar a las burras de su caravana, porque los asnos de Ur, primer sitio donde se domesticaron, eran como el oro y el comercio de esas crías acrecentaría el patrimonio con el cual instalarse en otro sitio. Pero nosotros queremos saber qué acarreaban los asnos de Teraj en las alforjas. Quien se queda sin ciudad, se convierte en portador de su propia cultura (y tal vez sea este uno de los motivos por los cuales aun hoy vemos con recelo a los migrantes). El Libro, compuesto otro milenio más tarde en la corte del rey Salomón, no dice nada al respecto y habrá que llegar a la historia de Raquel para que escrituras y arqueología se unan en la creación de sentido.

ABRAHAM, EL ESCRIBA 
El cuento de un Abraham que destruye los ídolos de su padre en Ur no figura en el Libro. Es una leyenda tardía, casi un titular de periodismo amarillo, amasada para convencernos de que Abraham renegó de la religión de su padre. 

Cuando Abraham se educaba en Ur, como heredero de una familia principal que proveía de esculturas al gran teatro cósmico que tenía lugar en el templo de esa montaña tecnológica que era el zigurat, la suya era una civilización en vías de extinción. Solo los escribas, como Abraham, conocían el sumerio, pero la lengua de cada día era ya el acadio. Esa civilización había dado la escritura, la rueda, el arado, el velero, la bóveda, la cúpula, el teatro, el arte tal y como lo hemos entendido hasta hace nada y decenas de otras innovaciones imprevistas y repentinas. De todas ellas, la escritura ocupaba el lugar de una obsesión. Quienes en tiempos modernos excavaron Mari, Ur y otras ciudades de la antigua Sumeria, descubrieron que no hay superficie que no lleve una inscripción, ni construcción en cuyo basamento no haya una tableta con la copia del plano del edificio, por modesto que sea. En las tabletas de Ur también hemos encontrado los primeros "libros" de cocina, el primer almanaque agrario y la primera farmacopea.


Abraham, que aún no se había ganado la hache de la presencia divina, iba para escriba, complemento perfecto del oficio del padre, porque las estatuas de los dioses, y las votivas de los ciudadanos, también estaban marcadas por la escritura y se acompañaban de poemas y dedicatorias. En la escuela de escribas de la montaña tecnológica llamada zigurat, al lado de la biblioteca del templo, Abraham debía aprender los secretos de la escritura, pero también los de la fabricación de tabletas. Con ese fin, su maestro guardaba muestras de cada tipo, expuestas en el patio donde dictaba las clases. La tableta redonda de arcilla de superficie áspera, con vestigios de briznas de paja, arenilla y chinas diminutas, era la de los aprendices. Había otra tableta, rectangular, cuya arcilla era tan fina y pulida que resplandecía más que un iPad. Y otra de bronce, apenas más grande que el pulgar del maestro, casi como una Archos Android de 2.8 pulgadas. Y tabletas de oro y de plata del tamaño de un iPod Touch. Y también había una tabla de escribir de madera y otra de marfil, con bisagras, como una MacBook Air. Y la más rara de todas, llamada tableta de la vida, cuya superficie era de cera de panal. ¿Como el Android Honeycomb que corre en un prototipo de tableta con el que se dejó ver Andy Rubin poco antes de Navidad?


No es que desconocieran el papiro ni el pergamino, que también los usaban, pero estas superficies no se adaptaban tan bien a las sutilezas propias de la inscripción cuneiforme.

El maestro también tenía una enorme colección de tabletas con textos. Muchas de ellas estaban indexadas en los bordes y guardadas en canastos con etiquetas de arcilla que señalaban sus contenidos. Además de aprender a fabricar tabletas, Abraham fue instruido en metadatos, porque era obligatorio que cada obra copiada llevara un colofón con el título, la primera línea de texto, el nombre del mecenas o del cliente que la había encargado, el autor, el escriba y el traductor, si lo hubiese, y la fecha y procedencia del original. El colofón también hacía las veces de ex libris, porque allí figuraba también el nombre del dueño de la tableta. Estas tabletas copiadas eran de uso privado, porque los originales se guardaban en las bibliotecas públicas del palacio y del templo.
 
La colección del maestro abarcaba todos los saberes necesarios al futuro escriba: poesía y botánica, matemáticas y religión, música y astronomía, historia y medicina, estadísticas de cosechas y contratos privados entre comerciantes. Y de los muchos textos que Abraham copiaba para convertirse en el escriba que ayudaría a su padre en la confección de las estatuas parlantes, también habrá copiado este fragmento, que define el uso de las tecnologías de la memoria y el sentido trascendente de la escritura para todos los descendientes de Ur:
De los hombres, de todos los que hayan recibido un nombre, desde antiguo se han creado las estatuas funerarias, y todas se han emplazado en criptas en los templos de los dioses: ¡nunca se olvidará cómo se pronunciaron sus nombres!
EN LAS ALFORJAS
Completada su formación y en vísperas a tomar por esposa a su prima Sarah, Abraham tuvo un sueño. Esto tampoco se cuenta en el Libro, pero sucedió, porque en Ur nadie podía fundar una familia antes de haber tenido el sueño. Reconocer este sueño, saberlo distinto de otros, era la señal de madurez, porque de él se volvía con una noción vaga que debía transformarse en determinación y conocimiento. De allí se volvía con un dios, no con uno de los que estaban en el templo, sino con un dios personal, al que también se le daba un nombre y del cual se creaba una estatua manual, portátil, que presidiría el panteón familiar. Teraj había tenido este sueño, y antes de Teraj, Najor, y así hasta el fin de la memoria. El dios con el que soñó Abraham habrá sido alguna versión particular de Nabu, el dios de los escribas que había desplazado a Nisaba, la diosa de la escritura.

Y cuando Hammurabi cerró los talleres de los escultores de Ur, y cuando incendió sus bibliotecas, y cuando Teraj rechazó trasladarse a Babilonia a hacer dioses en gran escala y partió hacia Jarán porque todavía conservaba la autonomía y la tradición sumeria, se llevó consigo las herramientas y utensilios de su arte y los nombres, porque no se es hombre sin nombres. Los nombres grabados en las estatuas de los dioses familiares y en las tabletas producidas por su hijo Abraham. 

Las alforjas de los asnos de Teraj iban cargadas de una Ur portátil.

Y cuando Abraham dejó atrás a Teraj y siguió camino de Canaán, llevaba, junto a Sarah, su porción de Ur. Y cuando en la encina de Moré se le apareció un dios creador al que nunca antes había visto, Abraham le dio un nombre, como el que se le da al dios personal, que llevaba en la alforja, y entabló con él un largo diálogo cara a cara, como los diálogos del teatro cósmico de Ur, y le mostró a ese dios trashumano el camino para entrar en la mortalidad de sus criaturas, y restauró lo viejo forjando lo nuevo.

Y aunque nada de todo esto figura en el Libro, sabemos que fue así, porque así eran los usos de Sumeria con los que, dos generaciones más tarde, cumpliría Raquel en Jarán, al abandonar a su padre Labán para seguir a Jacob a la tierra prometida, después de robar los dioses familiares. Y esto sí está en el Libro que se compuso en los salones del rey Salomón, aunque las alforjas de los asnos fueran ahora albardas de camello.


UNA CULTURA PORTÁTIL
Solo en el desierto, Abraham tuvo que desarrollar el don de la ubicuidad como lugar de pertenencia y a ello lo ayudaron las palabras, fijadas pero móviles. De las tabletas con la épica de Gilgamesh nació el relato bíblico del diluvio y la historia de Noé; del código de Hammurabi, que transportaba en las alforjas de sus asnos, los mandamientos bíblicos, más tarde refinados por la tradición mosaica que, a su vez, dio origen a la ley talmúdica y, en paralelo, a la filosofía medieval cristiana.

La condición portátil de las tabletas de hoy presenta otros desafíos, pero no nos es ajena. Descendientes de Ur, ese lugar donde se clasificaron y catalogaron los elementos más cruciales de la sociedad humana, deberemos reencontrarnos con la ubicuidad, favorecer la migración de nuestra cultura y acostumbrarnos a que la ciudad ha dado paso al universo y las máquinas de fabricar máquinas a las cosas que piensan a las cosas.

Toda la información arqueológica que he usado en este post se la debo a David Rosenberg, co-autor, con Harold Bloom, de El libro de J, y muy especialmente a su biografía histórica Abraham, publicada por Basic Books en 2006 y cuya traducción al español recomiendo desde aquí a Alejandro Katz