miércoles, 22 de septiembre de 2010

Aforismos del bibliotecario que le dijo no a Google

Quien haya seguido las conferencias que se retransmiten en Twitter a golpe de teclado y tweets, las que no tienen streaming, ni imagen, ni voz, sino una serie de caracteres que se unen en cadenas de frases escritas a la carrera y vueltas a escribir y a articular por varios voluntarios presentes en el salón donde habla el orador, sabrá de qué hablo cuando digo que es como escuchar la música vocal de Palestrina con los ojos. Las variaciones de la palabra, los comentarios a los comentarios, la frecuencia de repetición por diferentes escribas de las mismas frases de la fuente crean cortinas de sentido, como una música efímera pero congelada.

El 21 de septiembre la experiencia hechicera tuvo por anfitrión a Firebrand y por máximo chamán a Peter Brantley, director de Internet Archive y una de las voces más críticas con respecto al megaproyecto de Google Editions. Brantley habló de lo que está ocurriendo con el mundo de la edición ahora que la palabra ha sido reivindicada por las redes, un hecho consumado por sorpresa, pero nunca escatimado. Un hecho que vino, al igual que el día bíblico, como un ladrón en la noche. Advirtió que su análisis se enmarcaría en una visión social y económica del fenómeno y lo comparó con lo ocurrido con las ciencias de la vida y la biotecnología. Su intervención, que leí y comenté en la pantalla negra de letras blancas de la aplicación TweetDeck, decantó en mí como una serie de aforismos de estos tiempos de cambios radicales y oportunidades extravagantes.

Los aforismos que siguen deben tomarse con pinzas, porque han tenido muchos escribas y han pasado por el filtro de mi subjetividad, que algunos identifican con la memoria. Y aun así, estas frases sueltas, pescadas al vuelo de la cronología twittera, son la descripción más realista y lúcida que pueda hacerse del sector editorial enfrentado al cambio de paradigma.

Aquí van:

- La disrupción que nos afecta tiene las proporciones de un asteroide venido del espacio exterior.
- No os preguntéis por lo que puede hacer un editor; preguntaos, mejor, qué es la edición ahora.
- Nadie te guiará a través de los tiempos de Armagideon (verso de un reggae de Willie Williams).
- En un mundo como éste se compite por la capacidad de hacer descubrir.
- El descubrimiento necesita de las coordenadas del contexto y el contexto lo definen los metadatos.
- La sobreabundancia de contenidos es precursora del desarrollo de la contextualización.
- Reconceptualizad al autor y habréis reconceptualizado al libro.
- Si no podemos pensar con mayor apertura seremos materia muerta.
- El impacto del asteroide es tan fuerte que nos llama a pensar de cero cómo se construyen los servicios y los productos.
- Google debe pensar Google Editions en el contexto de su propio hábitat, no en el nuestro. El hábitat de Google es Silicon Valley.
- Que florezcan las querellas judiciales es un signo de la ruptura de los ritos por medio de los cuales interactuaban las organizaciones tradicionales.
- Retener y ocultar los contenidos no es una solución. Las organizaciones de la sociedad civil encuentran y encontrarán la manera de llegar a ellos.
- Una vez más os digo: los ebooks no se venden, se licencian.
- Nadie te va a guiar a través de los tiempos de Armagideon.
- Para las editoriales, el capital no es la barrera que fue para otras industrias que se enfrentaron a cambios radicales como, por ejemplo, la del acero. Para las editoriales la barrera es que no sabemos qué producir.
- Debemos ver los libros como contenidos digitales y no simplemente como libros impresos expresados digitalmente.
- Está entrando mucho dinero en el negocio, pero no está entrando a los lugares donde solía hacerlo. Conflicto.
- Si os conformáis con transitar las avenidas trilladas corréis el riesgo de contaros entre las bajas que producirá el cambio.
- Los objetivos de Google se dirigen a Silicon Valley; no son competidores del mundo editorial.
- Hay un mundo de oportunidades en los intersticios.
- La edición "transmedia" y la edición y distribución en la Web son los sitios donde pueden surgir nuevos jugadores.
- Los editores necesitan pensar el modelo de nuevo en lugar de empeñarse en hacer entrar lo nuevo en los odres viejos de la edición tradicional.
- El intento de amoldarse alrededor de los agentes disruptivos como una hoja de plástico alrededor de un asteroide no es el billete que nos garantiza el viaje.
- La edición vive en estado de innovación radical, y eso no depende de nosotros.
- Los celadores de las puertas siguen junto a las puertas cuando los muros ya se han desmoronado.
- No es solo el cambio de tecnología; es que han entrado extraños a la casa.
- Los libros digitales se licencian como software y, por tanto, sus costes deben ser calculados como los del software.
- Ya no se pueden calcular las ganancias sobre la base de cantidad de lectores ni de vida del catálogo.
- La edición tiene el objetivo más alto de diseminar la información.
- Las viejas relaciones del sector están trastocadas a raíz de las nuevas controversias. Hay que reconfigurar las relaciones entre agentes, editores y autores.
- Porque los ebooks no son objetos físicos, los derechos territoriales, la disponibilidad y los precios se han transtornado en el mercado internacional.
- La gente paga por información, no por formatos.
- Nadie te guiará en los tiempos de Armagideon.

Como se estila en las conferencias, al fondo del escenario, una pantalla reflejaba las diapositivas de rigor. Lo que decía Peter Brantley era tan perturbador que nadie les prestó atención a los textos de los encabezamientos, hasta que alguien dijo: "¡Las diapositivas llevan citas de Crying of Lot 49!"

Y sí, era cierto. Yo no las vi, pero imaginé algunas de las frases de Thomas Pynchon proyectadas en la pantalla, frases de una novela en la que dos empresas postales, dos diseminadores de información, luchan a muerte. No copio aquí lo imaginado: que cada cual elija las citas que le corresponden.

(Actualización: Peter Brantley acaba de colgar las diapos en SlideShare).

viernes, 17 de septiembre de 2010

Más derechos del lector (digital)

Esta vez, según Mike Cane.

1. A una cubierta digna.
2. A un índice (con enlaces a los capítulos respectivos).
3. A una maquetación correcta.
4. A subrayar pasajes (y mantenerlos en la privacidad).
5. A marcar tantas páginas como se quiera.
6. A copiar pasajes.
7. A ilustraciones legibles (por medio de zoom o de enlaces).
8. A la corrección tipográfica previa (un ebook con más de 10 erratas debería ser reembolsable).
9. A una pantalla libre de reseñas de promoción.

Ningún ereader cumple con todos estos derechos. Muy pocos ebooks cumplen con otros. A medida que los libros digitales vayan ganando mercado, los editores tendrán que tomárselos en serio o aceptar que por un archivo descargable mal configurado y sin cuidado editorial no habrá nadie dispuesto a pagar.

Declaración de los derechos del lector

Digital, se entiende, porque el resto de los lectores tiene los derechos que como ciudadano ha ido logrando a lo largo de las batallas de los siglos. Si algo prueba que los ebooks no son el equivalente de los libros de papel puestos en bitios es la necesidad de afirmar nuevos derechos para sus lectores. Javier Celaya ha sido pionero en el tema. Lo que hoy merece un post es que esta nueva declaración de derechos viene de una de las plataformas en liza por el control del mercado de ereaders. Kobo no tiene el diseño más atractivo, me atrevería a decir que raya en la fealdad. Tampoco tiene las funciones avanzadas de marcación y notas que se disfrutan con un Kindle. Y, por supuesto, no se puede ver televisión en su pantalla, como sí es posible hacerlo en el iPad o en las tabletas Android. Sin embargo, Kobo ha pensado en los lectores.

No es de hoy que Kobo, a pesar de ser un dispositivo de lectura, proclama su agnoticismo en materia de dispositivos, muy cercano al de Google, que en pocas semanas se apresta al lanzamiento de Google Editions. Este ereader elemental pero suficiente, si lo único que uno pretende hacer con él es dedicarse a la lectura, ha ganado hoy varios puntos en la consideración de muchos con la publicación de una declaración de derechos del lector que, entre otras cosas, deja claro qué es un DRM.

1. Derecho a bajar los libros al dispositivo.
Pregúntese qué sucedería con su biblioteca si la empresa a la que le compra sus libros resulta alcanzada por un meteorito. ¿Puede guardar copias de sus libros? ¿Puede hacer un back-up de su biblioteca? ¿Puede seguir leyéndolos si la empresa proveedora cambia de dirección, de formatos o de dispositivos? ¿Los puede arrastrar al Dropbox o colocarlos en una lugar seguro y secreto?
(Kobo asegura que todo esto se puede hacer con sus ebooks).

2. Derecho a subir libros en el dispositivo.
¿Puede añadir sus propios documentos, epubs, pdfs y de todo un poco a su biblioteca de libros comprados? Su biblioteca digital no debería limitarse a los títulos comprados a un solo proveedor. Es tan absurdo como amueblar la casa con una estantería para los libros comprados en el aeropuerto, otra para los comprados en las librerías independientes; es tan estrambótico como encadenar un libro a una estantería o solo estar autorizado a leerlo en una habitación en particular. Usted debe tener derecho a agregar contenidos no encriptados, libres de DRM a su biblioteca. Sería todavía mejor si pudiera agregar a su biblioteca libros encriptados con el DRM de cualquier proveedor.
(Kobo asegura estar trabajando en ello, aunque de momento es el más permisivo de los ereaders. Hay que tener en cuenta que con un Kindle no se puede acceder al material que prestan las bibliotecas públicas, por ejemplo).

3. Derecho a conservar su biblioteca
Si el dispositivo en el que guarda sus libros resultara dañado por el fuego, mordido y masticado por su perro (o cualquier otro accidente que lo inutilizara), ¿puede recobrar los ebooks por los que ya ha pagado? ¿O tendrá que comprarlos nuevamente? La biblioteca debe estar a su alcance de manera inmediata.
(Kobo asegura que aunque a uno se le caiga el dispositivo al fondo de un lago, los ebooks reaparecen como por arte de magia en otro. Esto de la magia no me gustó, porque es pura tecnología que deberían explicar).

4. Derecho a la libertad de movimiento.
Si aparece un dispositivo nuevo, mejor, más liviano, más colorido, más elegante, ¿puede transportar toda su biblioteca allí? ¿O si guardaba su biblioteca en un dispositivo que le dieron en el trabajo y luego debe devolverlo?
(El lema de Kobo es "Ningún libro abandonado", que se hace eco de la campaña "Ningún niño abandonado". Y agrega: salte del iPhone a la Blackberry, del Sony ereader al Nook o al Kobo, de la tableta Android al iPad o a la netbook de saldo que compró en una feria americana).

5. DRM solo cuando es necesario, pero no innecesarios DRM.
Si el DRM es obligatorio, usarlo. Pero no encriptar con DRM todo por ser incapaces de pensar en algo mejor.
(Cuando el editor nos pide DRM, lo ponemos. Pero algunas ocasiones felices, nos dicen: "Deja mis libros libres. Sin DRM. Déjalo ir". Y entonces no lo encriptamos)

Kobo pide que a este primer borrador de los derechos del lector digital, los mismos lectores añadan lo que es de su cosecha, de manera de crear conciencia acerca de estos nuevos objetos que han entrado en nuestra vida.

Y hace una serie de afirmaciones y preguntas que algunos juzgarán impertinentes:
¿Saben los lectores digitales que el lugar donde compran sus libros importa más de lo que creen? ¿Saben cuál es el DRM usado por su proveedor? ¿Saben los lectores cuáles son sus derechos y qué piensa su proveedor acerca de ellos? ¿Comparte esa visión de sus derechos con el proveedor? Y sí, reconoce que el DRM de Adobe es muy poco amigable, además de un formato propietario, pero que a pesar de todas sus desventajas es lo mejor porque es compatible con muchos dispositivos. Y lo más importante: nos recuerda que, una vez bajado de Internet, uno puede poner el libro donde quiera.

Kobo no es elegante, pero tiene algunas ideas buenas.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

De mis lecturas a saltos y con red

Ningún lector experto abre un libro para llegar al final, de la misma manera que quien saca un billete de ida y vuelta no aspira a la categoría de viajero sino a la más modesta de turista. Ni el lector experto ni el viajero son relevantes para las industrias que los sirven. Las industrias necesitan volumen y se alimentan poco de aventureros. Porque no abren los libros con el objeto de acabarlos, los lectores expertos suelen consagrarse a varias lecturas a la vez. En esa zona en suspenso que se produce en el paso de un soneto de Lope a una crónica de Mansilla, de un ensayo de Pound al sudor congelado en el vello de Madame Bovary, el lector experto va construyendo su red, su semiosis. Por eso, cuando el lector experto se hace con el libro de Nicholas Carr, The Shallows, sabe antes de terminar el primer capítulo que es mejor resignarse a perder los 12 dólares de la edición de Kindle que seguir perdiendo el tiempo. Porque un lector experto deja los libros sin terminar sin ningún cargo de conciencia. Y éste, en particular, describe un mundo de la lectura que en nada se asemeja a su experiencia, un mundo que le resulta prefabricado, donde es imposible correr aventuras.

Mi contacto con la palabra impresa (con la escritura de los otros) empezó los días jueves, a las cinco de la tarde, en el departamento de la calle Salguero, en el corazón del barrio de Palermo, donde nací. Tenía tres años y la escritura, para mí, se resumía en la palabra Gatito. La anunciaba el aroma penetrante del café recién molido, asociado a la promesa de unas obleas rellenas de crema de limón, que venía del otro lado de la puerta. Era tía Amelia, que todos los jueves venía a casa con café, obleas y la revista infantil troquelada Gatito. Solía abrirle la puerta antes de que sonara el timbre. Pero aprendí a leer de verdad un año más tarde con el diario La Prensa. Para los argentinos que visitan este blog, la sola mención de la cabecera revela que crecí en un hogar de costumbres conservadoras, perspectivas liberales y poco afecto a la ortodoxia católica. En casa de mis primos se leía La Nación y los varones iban a misa. Empecé por descifrar los titulares para luego adentrarme en el muy complejo, aunque ordenado, laberinto de las columnas del periódico. Las columnas terminaban antes de que terminaran las frases (algo que me irritaba por entonces), y tenía que seguir un enlace que me indicaba en qué otra página y en qué otra columna seguía el texto. Así, tirada en el suelo boca abajo y apoyada en los codos junto a la puerta ventana que daba al patio interior, iba y venía por el diario hasta convertirlo en una bola arrugada e irreconocible. Por eso tenía prohibido tocarlo antes de que mis padres lo hubiesen leído. Quien aprende a leer con un periódico sabe que la lectura (y la semiosis) se realizan a saltos.

Pero hay más cosas que me hacen incomprensible la fama alcanzada por el libro de Nicholas Carr.

Cuando cumplí cinco años, para premiar mi espíritu emprendedor en materia de lectura, me regalaron libros. Al menos, son los primeros libros que recuerdo. Alicia en el país de las maravillas, con los dibujos de John Tenniel, y una vida de San Francisco ilustrada por alguien menos relevante. Como buen agnóstico respetuoso de la vida espiritual propia y ajena, mi padre ponía entre mis manos los enigmas de la matemática y de la fe desbocada, aunque disfrazada de vida ejemplar la una y de cuento fantástico la otra. También recuerdo de aquel cumpleaños las piñatas y un sweater de angora azul celeste a juego con una bufanda de borlas. Por la noche, tirada boca abajo en la cama, apoyada en los codos, con el libro del reverendo Dodgson abierto sobre la almohada, fui presa del vértigo en el palacio de la reina de los naipes. Del vértigo al pánico pasé con rapidez y quedé paralizada, de manera que lo único que me permitió cerrar el libro fue la voz de mi madre que me exigía que apagara la luz. Pero el libro cerrado era aun más peligroso. Abstracto e inasible, se prendía a mis neuronas sin darles descanso. Tenía una linterna, que prendí. Y reposé en la historia de San Francisco hasta quedarme dormida. Estos dos libros, estos dos mundos, los leí en simultáneo en las semanas siguientes.

Por eso no sé de qué habla Nicholas Carr.

Más tarde, con Colmillo blanco, desarrollé otra perversa distracción: no podía leer a Jack London si no tenía una pera para mordisquear al mismo tiempo. Las manzanas no eran lo mismo, las manzanas eran para Louise M. Alcott. Esto es, si no había peras, me conformaba con Mujercitas, aunque en cuanto me hacía con una, lo abandonaba para entregarme a La llamada de la selva, en una pésima traducción. A los trece años mi soledad estaba confirmada: era lectora asidua de Borges y, por él, había llegado hasta Parerga y paralipomena, de Schopenhauer. Lo que no me impidió, un verano, leer cuanto misterio de Agatha Christie cayó en mis manos, hasta que hacia el final de las vacaciones apareció otra tía mía, Nilda, con un ejemplar de La llave de cristal, de Dashiel Hammet y me enseñó para siempre qué era la novela policial.

Lo único que me hizo revivir el vértigo de Alicia fue el teatro español del Siglo de Oro, con el que me desvelé gozosamente años enteros. Era tal la tensión de aquellas palabras que a menudo, en medio de la lectura, debía distraerme con otros libros para soportarlas. Y mientras leía Héroes y tumbas, de Sábato, fui víctima de otra terrible distracción, cuando me estrellé contra un poste de la luz porque iba leyendo por la calle.

Pasaron los años y, en la biblioteca del Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, mientras traducía a Louis Trolle Hjemslev (lamentablemente, del inglés), las notas al pie me llevaban indefectiblemente hasta la bibliotecaria, a quien le pedía los libros referidos, que abría y consultaba en simultáneo sobre la mesa de trabajo. En esa biblioteca tejí innumerables telas de araña, redes entre libros, citas, remisiones, conceptos, autores, ideas, signos, significantes, historias. Seguía leyendo a saltos, como a los cuatro años. Como leen los lectores expertos.

Y luego fui periodista, leyendo la miríada de cables y evaluando los miles de fotos que escupían las agencias en vísperas de la caída del Muro de Berlín. Y tuve que elegir la información que era relevante y la foto que debía tener porque la tendrían todos los demás y la foto que debía tener porque ningún otro dispondría de ella. Y creo que lo hice relativamente bien y sin perder capacidad de raciocinio. Mucho menos, de introspección. Y enseguida después de la caída del Muro, me convertí en editora. Y leí miles de manuscritos, escribí cientos de textos para las contracubiertas, atendí el teléfono cuando llamaban de la imprenta con un problema y cuando llamaban de la distribuidora con otro y cuando llamaban los periodistas. Y desde esa trágica distracción de la que habla Carr, construí un par de catálogos bastante respetables.

Así que, cuando llegó la Red, no me asusté. Sabía de la lectura decimonónica de señoras burguesas apretadas en un corsé y rodeadas de cortinados que protegían su privacidad mientras se desvivían por alguna heroína romántica que hoy consideramos clásica. Sabía de ellas por mis lecturas, siempre a saltos, de libros y de pinturas y de fotografías, pero nunca pensé que fueran mi modelo. Mi modelo de lectura no era decimonónico, era el Cicerón niño pintado por Vincenzo Foppa en el quattrocento: la serenidad en la multiplicidad.

Pero cuando Nicholas Carr habla de la lectura inmersiva no está pensando en la pintura de Fragonard ni en la de Corot. Está pensando en la lectura propuesta por la industria editorial: un libro a la vez, de una sentada, de principio a fin y a la librería en busca de más, que hay que cerrar la cuenta de resultados. Debo confesar que de esa manera solo logro leer lo libros malos o intrascendentes, que también leo. Mi última experiencia de ese tipo fue con la primera entrega de la trilogía Millenium: en dos tardes di cuenta de ella y se la devolví a su dueña, que como iba a trompicones me la prestó por dos días para que me enterara de cómo eran los libros que ahora venden decenas y decenas de millones de ejemplares. De esas lecturas tal vez sea enemiga la Red. Y tal vez no le falte razón a Nicholas Carr cuando defiende con su libro a la elefantiásica industria editorial que lo publica.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Una recomendación

Leroy Gutiérrez es un colega venezolano que administra el blog Sobre edición, de obligatoria lectura para la gente que se mueve alrededor de los libros.
Con motivo de la Conferencia Editorial 2010, organizada por Opción Libros en Buenos Aires, Leroy entrevistó a varios de los oradores.
Dejo aquí un link a lo que me preguntó y le respondí sobre metadatos, Creative Commons, piratería, redes sociales, el nuevo perfil del escritor y las nuevas competencias del editor.

Sirva este ejercicio de narcisismo para recomendar calurosamente el trabajo cotidiano de Leroy Gutiérrez en su blog.

martes, 7 de septiembre de 2010

Bailar con la más fea

La Dirección de Industrias Creativas del Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires organiza, a través de su programa Opción Libros, la conferencia que este año girará alrededor de la digitalización de contenidos y su comercialización.

El jueves 9 y el viernes 10 de septiembre, la cita es en el Centro Metropolitano de Diseño, en la calle Villariño 2498, del recientemente gentrificado barrio de Barracas.

El viernes 10, a las 11:30, hablaré de los metadatos e intentaré desdramatizarlos, aunque a ningún editor le guste convertirse en bibliotecario. Bailar con la más fea tratará de cómo la infraestructura de la Red se pone en contacto con la interfaz y realiza su virtualidad gracias a estas unidades discretas y estructuradas de información. De los standards de metadatos de producto, ahora que algunas editoriales locales se deciden a "exportar" sus archivos digitales para su comercialización a través de gigantes del e-commerce como Amazon, Barnes&Noble o iBookstores. Y de todo lo que un libro puede llegar a hacer si alguien le pone la música para que baile con la más fea. El nombre de soltera de la más fea es XML y contaré por qué es bueno y tiene un gran futuro que el libro empiece a bailar con ella cuando todavía es un niño tierno y lleno de potencialidades.

El programa completo de la Conferencia se puede consultar en la página de Opción libros.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Por si no estaba claro

Esta foto fue tomada el 4 de septiembre de 2010 en la librería Foyles, en Charing Cross, Londres, por alguien a quien no conozco. Llega a este blog por gentileza de Mike Cane, que llamó mi atención sobre ella.

En un entorno muy competitivo, las librerías de Londres se caracterizan por la gran organización de sus contenidos. Aunque todavía estamos en un entorno físico, los metadatos necesarios para que un libro sea descubierto tienen una importancia crucial. Así, la discreción de los elementos denotados, su parcelación en unidades discretas, es un trabajo esencial en el que colaboran editor y librero. El género que en España se denomina sencillamente "suspense" y en Argentina "novela negra", tiene muchos subconjuntos. Hay novelas de detectives con su propia estantería, denominada "privete-eye"; hay novelas de submundos violentos con una estantería que dice "hard-boiled"; hay novelas como la famosa A sangre fría, de Truman Capote, que entran en la categoría "true crime".

Nadie supone que la autobiografía de Tony Blair pertenezca a ningún género de la ficción, pero algún lector avispado, que seguramente haya visto la película de Roman Polanski The Ghost, decidió cambiar los metadatos y colocarla en otra estantería.

Con esa sola acción provocó dos cosas:

1. cambiar el sentido de la lectura de los contenidos incluidos en el libro;
2. demostrar con un ejemplo práctico hasta qué punto los metadatados no son neutrales.

Quien todavía no entienda qué son y por qué importan los metadatos puede empezar sus reflexiones a partir de esta imagen.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El desierto de los mongoles

Si bien el concepto es un poco heideggeriano y sobre él han insistido mucho teóricos como, por ejemplo, Gianni Vattimo, es casi imposible negar, desde la experiencia sensible, que una de las funciones de la narrativa es la creación de mundo. O mejor aun, de mundos.

Un lector asiduo que realiza la mayor parte de sus lecturas en el transporte público me comentó una vez que prefería las novelas largas. Comenzaba a leerlas en casa, apoltronado en un sillón, pero se detenía cuando empezaba a conocer los personajes para luego retomar la lectura en sus largos viajes al trabajo y de vuelta a casa. "Es lo mejor que me puede pasar. En un vagón de tren donde vamos hacinados entre desconocidos, abro la novela y me encuentro con gente cuyos destinos me inquietan y preocupan. Es reencontrarse con una familia en una habitación privada que ya hemos frecuentado."

Es la primera instancia de creación de mundo. La segunda, y tal vez la más importante en términos culturales, se produce cuando un conjunto de lectores coincide en el valor que le otorga a la obra, cuando la experiencia de intimidad que ha producido el contacto con ella resulta compartida por desconocidos que, así, dejan de serlo tanto. Heidegger llamaba a esto "mundo"; hoy se lo llama "comunidad".

Nuevas tecnologías aportan nuevas maneras de crear mundo. Pasó en el Renacimiento, cuando los florentinos descubrieron la perspectiva científica y pintaron retablos que equivalían al 3-D del siglo XV. Pasó con el nickelodeon y su vástago deslumbrante, el cine. La consolidación de Internet y sus diálogos, su oferta inconmensurable de contenidos, nuestra capacidad de concentración cada vez más disminuida por sus múltiples convites, ha hecho que muchos se planteen, en momentos en que el ebook gana terreno en nuestro imaginario, cuál será la forma que la creación de mundo adquiera en sus dominios.

Hay quienes se decantan por la ficción breve, brevísima, adaptada a nuestra alicaída atención. Y los hay que ven en los videojuegos un modelo para lo que se ha dado en llamar ficción "transmedia", algo que nos acompaña desde los años 80 como una corriente subterránea que no termina de imponerse. Quienes militan en estas filas siguen creyendo que la inmersión en mundos conjeturales ofrece una recompensa inigualable a nuestras capacidades cognitivas. Entre ellos se encuentran estudiosos como, por ejemplo, Mathew Kirschenbaum, de la universidad Maryland, que ve en Second Life o en Farm Ville a los precursores de estas nuevas maneras de narrar. Otros, como el poeta Guy LeCharles Gonzales, que sin renunciar a la palabra escrita, ven en la ficción de género participativa (una derivación del fanfiction) la promesa de un futuro. Y aquellos que, como Cory Doctorow, le dan la bienvenida a toda experimentación, sin hacerle ascos a sus orígines.

Lo común a todas estas propuestas es la participación activa del lector, ya sea creando contenidos, como es el caso del fanfiction colectivo y manipulado desde los hilos de una mastermind que sería el autor, sus textos y sus algoritmos; ya sea creando código, como en la propuesta de Kirschenbaum.

Porque ésta es una de las discusiones más activas entre los creadores de mundo que han abrazado la Red, el anuncio de la aparición de The Mongoliad, una saga participativa dirigida por los autores Neil Stephenson y Greg Bear y hecha posible gracias al programa PULP, fue una de las noticias mejor recibidas de la semana. Uno de los más entusiastas fue Cory Doctorow.

The Mongoliad es ficción de género, tal vez la que mejor se preste para la creación express de mundos, y entra en la clasificación de fantasía épica. Se escribe por entregas, como la literatura popular lo ha hecho de antaño, y viene con una batería de extras: videos, fotografías, cuentos cortos alrededor del tema principal. A esto se le suman sus cualidades participativas: hay una wiki para crear una enciclopedia que dé cuenta del mundo ficcional y, además, la posibilidad de escribir ficciones derivativas al estilo fan. Una parte del contenido es de libre acceso, pero para acceder a todo ese mundo y, además, participar en su creación, es necesario abrir una cuenta con una suscripción de 5,99 dólares que da acceso por seis meses la modalidad anual, por 9,99. Vencida la suscripción, el acceso a la lectura de los materiales continúa, pero ya no se podrá leer nada nuevo que se escriba en el desarrollo de ese mundo de las invasiones mongólicas hasta que el suscriptor no la renueve.

En principio, las condiciones parecían equitativas, aunque no faltaron los internautas que consideraron exagerados los casi diez dólares de la suscripción anual. Al margen de los militantes del gratis total, el regocijo fue generalizado. Por fin aparecía un modelo de creación que combinaba los placeres de la narración con un modelo de negocio viable.

La saga, sin embargo, a dos días de su presentación en sociedad, promete ir por otros derroteros. En BoingBoing, el blog donde Doctorow saludó con fanfarrias la inauguración del ciclo narrativo, los lectores han comenzado a dar cuenta de su experiencia en la sección de comentarios. Allí denuncian que en las condiciones impuestas por el modelo de suscripción, los autores o la empresa que han formado, advierten que cualquier contenido agregado o creado por la comunidad de lectores pasa a ser de su propiedad, de la cual podrán disponer como mejor les parezca. Los participantes de buena fe que han querido participar de The Mongoliad como creadores secundarios se sienten estafados: les obligan a pagar para crear un material único de cuyo usufructo posterior quedan excluidos. La propuesta se parece demasiado a las penurias cotidanas del mundo real como para generar simpatía, porque la fantasía de comunidad, de bien creado entre todos, se convierte con toda crudeza y sin máscaras en una realidad de apropiación de los bienes comunes.

Del otro lado de las murallas levantadas por los creadores de The Mongoliad, hay un desierto poblado de sombras enfadadas y temibles: los lectores que nunca llegarán a ser, porque por sobre el deseo de lectura y participación se ha impuesto un concepto de propiedad intelectual mal habida.

¿No habría sido más sencillo recurrir a una licencia de Creative Commons para la obra final y colectiva? Sí y no. Porque con eso se desmoronaba una de las patas del trípode: el modelo de negocio.

The Mongoliad es una prueba más de los fracasos a los que estará expuesta una doctrina del copyright concebida para objetos cuya creación en red no fue tan evidente hasta la llegada de Internet.
¿Estaremos a la altura del desafío? Esto es, ¿sabremos autores y editores cómo ganarnos la vida con las nuevas reglas de juego que nos impondrá el medio y el público que lo usa?