viernes, 20 de noviembre de 2009

Una traducción ejemplar





Hace más de veinticinco años leí por primera vez esta traducción de "La segunda venida", realizada por el poeta y editor mexicano Jaime García Terrés, que también dirigió la noble y notable editorial Fondo de Cultura Económica. Esto apareció en las páginas de su revista La Gaceta, cuyos ejemplares, por entonces, conseguía gracias a una amiga que trabajaba en la Embajada de México en Buenos Aires y que atesoraba con mimo.

Como he comprobado que la hemeroteca digital de La Gaceta sólo recoge los números de la revista hasta el 2001 y las páginas de mi ejemplar analógico amarillean y están cuarteadas después de recorrer un par de continentes y la mitad de mi vida, porque temo perder estas palabras que --¡herejía!-- en el ritmo interior de mis lenguas a veces hacen sombra a las originales de William B. Yeats, las copio aquí para disfrute de todos.

En vueltas y más vueltas por dilatada espira
el halcón ya no puede oír al halconero;
desperdígase todo; el centro ya no centra;
cunde escueta anarquía sobre la tierra entera,
surge la marejada sanguífera, y ahógase
dondequiera el ritual de la inocencia;
los mejores no tienen convicción, pero sobra
intensiva pasión de los peores.


Una revelación, sin duda, nos aguarda;
sin duda se prepara la Segunda Venida.
¡La Segunda Venida! No bien digo tal frase
cuando una vasta imagen del Spiritus Mundi
me turba la visión: en arenas desérticas
la forma de un león con cabeza de hombre
y cruel mirada fija como el mirar del sol
mueve sus lentos muslos, mientras aves del yermo
alrededor enmadejan sus sombras indignadas.
Recae la tiniebla, mas ahora lo sé:
estas veinte centurias de sueño congelado
una oscilante cuna las volvió pesadilla,
y al filo de su hora, ¿qué bosquejada bestia
hacia Belén se arrastra para nacer al fin?

En aquel número de la gaceta, la excelente traducción del poema iba seguida de un análisis memorable del crítico R. P. Blackmur, hoy casi olvidado por acción de los ejércitos de deconstructivos. Pero Blackmur queda para una entrada futura.

Un extra a esta entrada: la visita virtual a la exposición de la Biblioteca Nacional de Irlanda centrada en el poeta.

martes, 17 de noviembre de 2009

Cosas que puedo hacer con un libro (si es de papel)



Al margen de las leyes de copyright, de los usos restringidos que autor y editor han ideado para los libros que hacen juntos, una vez atravesada la barrera de la caja de la librería, con mi ejemplar en la mano, soy libre de:
. leerlo en el tren mientras vuelvo a casa.
. guarecerme de la lluvia inesperada que me atrapó en la estación.
. dejarlo en un rincón de los anaqueles.
. mancharlo con mermelada si lo leo durante el desayuno.
. perderlo en el camino.
. prestárselo a un amigo.
. esconderlo de mis padres.
. esconderlo de mis hijos.
. esconderlo de mi voraz marido que siempre lee lo que compro antes que yo.
. equilibrar la pata de una silla.
. cargarlo de marginalia.
. doblarle las hojas si no tengo a mano un punto de lectura.
. prestárselo a otro amigo.
. perderlo en la biblioteca de un falso amigo.
. adornarlo con un ex libris.
. encender un fuego si un invierno riguroso me encuentra entre los excluidos.
. reelerlo al cabo de los años.
. olerlo.
. releer mis marginalia y reencontrarme con la historia de mi intelecto.
. pasarles el plumero.
. embeberle el lomo con trementina para protegernos de los ácaros.
. usarlo como almohada para una siesta bajo un árbol.
. matar una mosca convirtiéndolo en arma arrojadiza.
. prestarlo a un amigo.
. hacer una escalera para alcanzar otro libro en el anaquel más alto de la biblioteca.
. pavonearme con él en el café literario Malasartes, del barrio de Palermo (o en cualquier otro lugar similar, que abundan en el mundo).
. revenderlo a un librero de lance.
. donarlo a una biblioteca.
. partirlo en dos en un ataque de furia.
. pedirle a un amigo que me lo devuelva.
. encuadernarlo en el curso de manualidades.
. reencontrarlo después de una mudanza.
. secar una hoja entre sus hojas, como hacía mi suegra.
. volver a prestarlo.
. convertirlo en cartón piedra.
. arrugarlo, estrujarlo, plancharle las páginas, arrancarle las páginas, pegarle las páginas, atarlo con una goma, leerlo a la luz de una vela cuando las eléctricas nos dejan sin fluido por desinversión.

Antes de que a la industria editorial le pase lo mismo que a las discográficas, habría que evangelizar a los usuarios --porque ahora "lectores" es una palabra ambigua que se aplica a los dispositivos dedicados-- para que sepan que nada, nada de todo esto es exactamente así con los libros digitales.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

De las erradas predicciones






Hace una eternidad, esto es, en la prehistoria de los libros en la nube, poco antes de que estallara la burbuja punto com, en la intersección del Passeig de Gràcia y Gran Via de les Cortes Catalanes, en la bellísima y añorada ciudad de Barcelona, Catalunya Radio había instalado una tarima durante la feria del libro anticuario y de segunda mano, desde donde transmitían en directo.
Por cosas de la vida y de la globalización, en aquel momento yo representaba, para el imaginario periodístico, las antípodas y el anatema: desde BroadeBooks, en asociación estratégica con Microsoft España y con Overdrive, me encargaba de realizar alianzas con los editores tradicionales para volcar sus fondos a la plataforma propietaria del lector digital de los chicos de Redmond. Esto, sumado a un pasado reciente en la edición tradicional de calidad, motivó una invitación de la radio para una conversación en directo y al aire libre con uno de los libreros anticuarios más representativos de la ciudad.
A las librerías del mundo todavía no había llegado El código Da Vinci, que inauguró el fenómeno de los megabest-sellers que le cambiaron la cara para siempre a la industria editorial, pero ya teníamos a Harry Potter, que era la estrella de los libreros anticuarios, según pude enterarme aquella mañana.

lunes, 2 de noviembre de 2009

¿Hay que seguir llamándolos libros?

Hace una eternidad, un niño llamado Bruno estaba sentado en un sofá tapizado de gamuza color verde botella. Las rodillas casi le llegaban a las orejas y las suelas de las zapatillas dejaban huellas pasajeras en el traqueteado mueble familiar. Era difícil decir que se trataba de Bruno, porque el libro de tapas duras en el que estaba absorto le cubría la cara. Era la primera entrega de la saga de J K Rowling, Harry Potter y la piedra filosofal y su primera experiencia de lectura, no porque antes no hubiese leído libros, que había leído muchos, sino porque este era el primero que se parecía a los que leían los adultos.

El libro que lo tenía enfrascado no llevaba ilustraciones y todo el estímulo visual se concentraba en la tipografía del cuerpo 12 elegida por el editor. Aunque en casa de Bruno nunca hubo televisor, cuando entrevió la figura de sus padres por el rabo del ojo, les dijo con voz profunda:

domingo, 1 de noviembre de 2009

El regreso de los ex libris



Los ex libris fueron marcas de posesión que se agregaban a los libros, una suerte de recordatorio para que quien lo había recibido en préstamo se sintiera menos tentado de incorporarlo a su biblioteca personal. Hoy, hay museos de ex libris y hasta estudios históricos muy juiciosos sobre su evolución. Sin embargo, hay voces muy competentes en el campo de juego de los e-books que abogan por su regreso. Han cambiado de aspecto y, por supuesto, de nombre. Hoy a los ex libris se los reconoce como DRM social, o gestor de derechos digitales socializado. Fue Bill McCoy, de Adobe, quien acuñó el término basándose en la experiencia de los Pragmatic Programers.

Mike Shatzkin, uno de los gurús de la industria editorial en cualquiera de sus manifestaciones, cree --y está en buena compañía con la gente de Apple e incluso la de Microsoft-- que los social DRM serán la solución para tanto libro baldado que anda por allí licenciado a medias a través de los formatos propietarios de los cuales el Kindle de Amazon se ha tranformado en la última palabra, aunque para muchos sea una palabra malsonante.

Esta situación en la cual los editores venden a través de un distribuidor digital como, por ejemplo, Amazon  libros mutilados se debe, por un lado, a que los editores del mundo entero temen que cuando llegue el punto de inflexión en materia de lectura electrónica, llegará también la ruina definitiva de su oficio y su provecho. Solo ven la realidad de ese momento de la mano de la piratería generalizada que asoló a la industria discográfica hace ya casi un decenio. Cruzan los dedos y le ponen puertas al campo --como murallas les construían a las ciudades en las antiguas civilizaciones que hoy excavamos-- en la esperanza de conseguir lo imposible: que la mayor dificultad para romper los controles del derecho de reproducción (que ellos detentan a medias con los autores) disuada a quienes creen, como Elizabeth Taylor en una de las fiestas de sus bodas, tener unos 2 mil amigos íntimos con quienes compartir, en este caso, los archivos que hacen al objeto de su comercio: el ebook. Esas puertas puestas al campo son los DRM directos. Por otro lado, están los lectores a quienes lo que les resulta realmente difícil de entender es que no son dueños de un libro por el cual han pagado una pasta y libres de hacer con esa propiedad lo que les plazca como, por ejemplo, prestarla.

Nadie es dueño de un libro digital  gestionado por un DRM directo, sino un mero licenciatario de un servicio relativamente caro y con grandes restricciones, que llegan al punto de ocasionar la pérdida definitiva de los libros, que se suponen comprados, por el simple hecho de cambiarse a una versión más avanzada del dispositivo dedicado que usa. Lo grave parece ser que, según denuncian bibliotecarios de los Estados Unidos, nadie sabe con exactitud a qué dan derecho estos DRM. O eso dicen los ejecutivos de turno cuando les llega una queja o un periodista se torna inquisitivo.

Así, los DRM directos están retrasando el momento del punto de inflexión --para entendernos, cuando no haya retorno posible al modelo viejo de vender por millones de ejemplares borradores de  novelas adocenadas-- pero no porque eviten la piratería sino porque destruyen, por su misma existencia, una de las condiciones sin las cuales nunca alcanzaremos a los libros en la nube: la interoperabilidad de los dispositivos dedicados a la lectura, que volverá masivo su uso, bajando sensiblemente los precios.

Mike Shatzkin, que en este momento está organizando la gran conferencia de Digital Book World, que tendrá lugar en Nueva York en enero de 2010, no quiere romper lanzas y tal vez no le falta razón: en la cultura del miedo que caracteriza en estos días a la industria editorial, tal vez sea mejor que al león moribundo le demos esperanzas mientras respire. Así, en esta negociación permanente de lo viejo con lo desconocido, el DRM social aparece para muchos como la forma de convencer a los editores dominantes de que se internen en el huerto del futuro. El DRM social es una marca de agua que lleva cada libro licenciado y en esa marca de agua puede estar desde el nombre de quien lo bajó a su dispositivo, hasta el número de su tarjeta de crédito (aunque con los números encriptados por el método del revoltijo). El lector, aunque todavía dueño de nada, al menos podrá prestar y, se supone, no pirateará por "vergüenza social"... o miedo a que le anulen la tarjeta de crédito. Kindle, por ahora, no cree en nada de todo esto, como tampoco creyó Bill Gates en el código abierto. A la historia reciente me remito.

Y aunque joven, inexplorado y combatido, ya hay quienes le anuncian el día de su entierro a esta versión digital de los ex libris.